Hace ya más de veinte años desde que Adam Elliot se alzó con el Oscar de Mejor Cortometraje Animado con su irreverente pieza Harvie Krumpet (2004), la cual nos situaba de lleno en la vida de un personaje con síndrome de Tourette que, a pesar de los constantes golpes del destino, intenta encontrar belleza y sentido en la vida. Ahora vuelve a estar nominado a los premios más importantes del cine, en la categoría de Mejor Largometraje de Animación, por esta maravillosa Memorias de un caracol, que le ha tomado ocho años desarrollar y que por fin llegó a las salas de cine el pasado viernes 31 de enero.
Dicen que los caracoles mueren cuando dan a luz; de la misma manera, la madre de Grace y Gilbert Pudel fallece durante el parto. Sabemos pocas cosas de ella: que su autora favorita era Sylvia Plath y que tenía una pasión por los caracoles. La nueva película de Adam Elliot transita la vida gris de dos niños huérfanos, con sus aflicciones y quebrantos, elaborando una oda al destino de los inadaptados, que mezcla la melancolía y el humor negro contemporáneo. 
Memorias de un caracol nos sumerge en un relato cruel donde sus protagonistas, metafóricamente, llevan consigo la casa y el caparazón a cuestas, cargando con el peso de la soledad, la enfermedad mental y la muerte, mientras avanzan lentamente en busca de un lugar donde finalmente puedan arraigarse, teniéndose tan solo la una al otro. Tristemente, Grace y Gilbert son separados por los servicios sociales cuando su padre, un hombre inválido y viudo que ha hallado cobijo en el alcohol, también fallece. Para añadir tema al asunto, Gilbert es adoptado por una familia de fanáticos religiosos y Grace, por unos padres que no la quieren y que además practican el intercambio de parejas.
El director de Mary and Max (2009) sigue experimentando con las posibilidades del stop motion para construir un universo propio que indaga en la evolución de su Australia natal, concretamente la de los años setenta, ochenta y noventa, enmarcando su narrativa dickensiana de una estética feísta propia, casi grunge, que sirve de correlato para las psicología nihilista de sus personajes.  
Con momentos de perversa ternura, personajes excéntricos que propician carcajadas inevitables, como el juez que fue expulsado de la carrera por su tendencia a masturbarse en el estrado y un poema recitado por Nick Cave, el director logra dotar su mundo de arcilla y plastilina de un tono único. Confabulando una crónica existencial que deja su rastro como el de los caracoles al pasar.
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