Tras su paso por el Festival de Cine de Toronto (TIFF) y el Seminci de Valladolid, hablamos con la productora y directora Elena Manrique de su ópera prima, Fin de fiesta. Su primer largometraje es una película llena de vivacidad que indaga en las aventuras y calamidades que vive una persona migrante africana al cruzar en patera hacia el sur de España, donde pasa a vivir durante unas semanas en el cobertizo de Carmina, un divertida aunque arrogante burguesa interpretada por Sonia Barbas. Su debut como directora tras veinticinco años de carrera como productora (de películas clave como La vida de Adèle, Celda 211 y El laberinto del fauno) es un cuento gótico andaluz que disecciona el privilegio, el racismo y la sororidad entre mujeres con un toque de humor.
Para empezar la entrevista por el final, ¿cómo ha ido en el Seminci?
Estamos felicísimas. Nos ha ido muy bien, me quedo muy tranquila. Siempre tienes el síndrome del impostor y el síndrome de la impostora, que creo que es peor porque ahí se mezcla un poco todo. El Festival de Cine de Toronto fue muy sanador porque me di cuenta de que no hace falta tener ese síndrome.
Ha sido muy bonito. Además, ha habido compañeros directores y directoras, gente del sector, muy cariñosa, que siempre viene muy bien cuando estás empezando. La crítica ha sido divina, o sea que me siento muy contenta y vengo feliz. Luego, Seminci es un festival que me gusta mucho porque la programación es increíble, es más pequeñito que un San Sebastián o un Toronto. Pero hicimos mucho más contacto con todo el mundo, está muy bien sentarte a cenar con la actriz alemana y el director indio y el bloguero que aparece por allí. Eso tiene mucha gracia, me parece muy divertido. Además, he compartido festival con personas que admiro como Ariane Labed, Mar Coll o Carlos Marquès-Marcet.
¿Qué te ha motivado a hacer esta película? ¿De dónde partías?
Imagino que sabes que tengo una carrera como productora.
Sí, justo quería preguntarte por ese salto a la dirección.
Yo no me levanto un día y digo: quiero ser directora. Cada uno hace las películas desde donde quiere, y todo es válido. Pero he hecho muchísimos cortos, de hecho, cada año hago uno. No sé si te acuerdas de un proyecto que se llamaba Little Secret  Film, que lo montó Pablo Maqueda.
Me acuerdo.
Era como el Dogma español, hacíamos una película de cincuenta minutos autofinanciada con unas reglas. Pues uno de los Little Secret Films fue mío. Llevaba mucho tiempo experimentando, mezclando animación, sin prisa y sabiendo que llegaría un momento en el que se alinearían los planetas y que daría el salto. ¿Qué es lo que pasa? Que llega la pandemia. Aquello fue un desastre financiero para los que hacemos películas. Por otro lado, yo tenía este guion que no conseguía terminar, y durante la pandemia lo acabé.
Nada como aprovechar ese parón.
Tuve la suerte de involucrar a Belén Atienza, que hace cosas chiquititas como La sociedad de la nieve (risas). Belén y yo habíamos trabajado juntas hace muchos años, y además nos pedimos consejos la una a la otra para varias cosas: ¿qué te parece este guion? O, mírate este montaje. O, dame tu opinión sobre esta secuencia. Siempre hemos tenido una comunicación muy fluida.
Le pedí consejo sobre el guion de Fin de fiesta. En ese momento ella no había empezado La sociedad de la nieve porque estaban rodando la serie del Hobbit en Nueva Zelanda, pero tuvo que regresar aquí por la pandemia. Así es que tuvo tiempo para leerlo y, cuando acabó, me dijo, te lo produzco. Me quedé muy sorprendida pero algo dentro de mí dijo, ya está. Tuvimos muchísima suerte pero no fue un camino fácil, nos rechazaron el guion en ayudas selectivas del ICAA dos veces, lo conseguimos a la tercera.
¿De dónde surge el guion, y qué ha cambiado de la primera idea a lo que luego ha sido la película?
El guion surge de algo que pasó en la realidad, pero hace doce o quince años. Unos amigos míos que veraneaban en Cádiz, en una casa un poquito apartada cerca de la playa, se levantan una mañana y se encuentran a un chico africano en el jardín. Mis amigos, que son maravillosos, de buen rollo lo ayudaron, por supuesto. Se lo llevaron hasta una estación de autobuses y le dieron dinero para que continuara el viaje, porque el chico iba a Barcelona. A mí se me quedó en la cabeza pensar qué hubiera pasado si en vez de ser así, ellos hubieran sido diferentes.
Hablar de racismo sin hablar de clasicismo me parece muy incompleto, y hablar del clasismo simplificándolo no me interesaba. Lo que me gustan son estos personajes que son malísimos y los odias, pero que a veces te divierten porque en la vida real esas cosas se funden. Puedes toparte con un hijo de puta que te parece simpático, y eso no lo hace menos hijo de puta. Cuidado, que no los estoy justificando para nada. Pero ya está bien de representar todo como blanco o negro; creo que las sociedades, las situaciones y los personajes tienen muchas más aristas y más capas.
¿Cómo ha sido el trabajo con las actrices en este sentido, de reflejar las distintas capas y las áreas grises?
Primero de todo, estoy muy agradecida con que mis productores me entendieran y apostaran por ello. Me encantó que pudiéramos tener una actriz como Sonia Barba, que hace de Carmina pero nunca había interpretado un papel protagonista en cine. Había hecho cosas muy pequeñitas, prácticamente nada.
Con Edith [Martínez Val] ya había trabajado en El salto, de Benito Zambrano, pero durante el rodaje no le decía nada. La miraba todo el rato y la pobre, yo creo que pensaba, esta señora, ¿qué hace mirándome todo el día? Porque la observaba cada vez que ella estaba en el combo. Cuando acabó el rodaje y dejé que descansase, a las dos semanas, además de mentir un poco, le dije: mira, te tengo que hacer una prueba. Soy peor que Carmina, la obligué a cortarse el pelo y a quitarse las extensiones. Ella venía a los castings que hacíamos con otras actrices, porque hice mil pruebas tanto a Sonia como a Bea Arjona, que hace de Lupe.
A Edith la obligué a venir de chico para que se empezara mentalizar. Ella lo cuenta muy bien, que eso la ayudó mucho a relacionarse con las actrices. Evidentemente, luego ellas acabaron sabiendo que era una chica.
Pero querías mantener el secreto hasta el rodaje.
Quería mantener esa manera de comunicarse con un chico joven, que es muy diferente a la forma en que nos comunicamos entre mujeres. Lo estiré hasta que fue natural. Otra cosa de la que estoy muy orgullosa de Edith es que ella es bilingüe y habla español y francés, y se fue con una asociación de actores de teatro senegaleses sin papeles para trabajar el acento. En Toronto nos reímos muchísimo porque la gente de Montreal, en una entrevista que nos hicieron en una radio en francés, nos decían: Edith, pensábamos que realmente eras africana, pero si tenemos peor acento francés que tú.
¿Te gustaría volver a dirigir, o tienes algún proyecto en mente?
La película se estrena en salas a finales de enero, pero sí, por supuesto. Ya estoy pensando en un nuevo proyecto. Lo que pasa es que yo también disfruto siendo productora ejecutiva. Lo que no quiero es dirigir cualquier cosa. No me vale cualquier cosa en este momento de mi vida, al igual dentro de unos años estoy muy abierta a todo. Me apetece mucho pensar los proyectos.
Desde mi punto de vista como productora ejecutiva me he dado cuenta de que muchas veces el ansia hace que te precipites, y hay directores que se embarcan en proyectos poco meditados, con mucha rapidez. Desde que escribí el guion hasta que conseguí la financiación para Fin de fiesta han pasado tres años, no te creas.
Es un largo viaje. ¿Qué tipo de historias te interesan ahora mismo?
Soy muy de mezclar géneros. Creo que siempre pongo en todo una mirada de crítica o de sátira, pero no me gusta la brocha gorda, reducir al espectador y decirle, mira, estos son los buenos y estos son los malos. Ahora estoy con una cosa más de género, donde sin quererlo me sale un poco de comedia. Más que comedia, me interesa la locura, la cabeza del ser humano. Pero te digo, sin pausa pero sin prisa, no quiero precipitarme.
Ya para cerrar, ¿cómo has vivido la reacción de público hasta ahora? ¿Te has sentido arropada?
Fui el Toronto acojonada, así con letras mayusculísimas; no un poco asustada, fui ACOJONADA.  El público de allí es muy sensible a cuestiones de género y de raza. Evidentemente, mi película es una sátira sobre el racismo y el clasismo, pero ya sabes tú que a veces el humor y ciertas situaciones no viajan bien. Yo sabía que en España se iba a entender perfectamente porque vengo de la tradición de Berlanga, venimos todos del bufón Calabacillas. Si es que vas al funeral de tu tío, y tu primo hace un chiste sobre el muerto, que es su padre. Estamos acostumbrados a ese humor negro, pero otras culturas no. Entonces tenía pudor.
El primer pase fue a las nueve de la noche un domingo, que para Toronto es un poco tarde. Entonces era un público más joven, intelectual, moderniqui y gafapasta. Tuve un público LGTBQ+, bueno, unes blogueres divines trans que nos hicieron un reportaje. Nos meábamos de la risa porque elles querían comportarse como Carmina, se querían vestir como ella. Lo pasamos pipa.
Después de esa primera noche ya respiré. Pero es que dos días después, el segundo pase era a la una del mediodía y el público era completamente diferente: más adulto, profesores de instituto y de universidad. Hay muchos inmigrantes en Canadá, ya que ellos dan muchas becas, y era un público muy diferente. Por suerte, el Q&A fue divertidísimo, y hubo un par de señoras afroamericanas opinando sobre lo que habían visto o qué se les había pasado. Así que salí de Toronto muy contenta y, sobre todo, sin síndrome de la impostora.