En plena Semana del Arte de Madrid, el miércoles 5 de marzo a las 20.30h tuvo lugar la única función de Models (2025), antes de su gira por Europa, en el Centro de Cultura Contemporánea Condeduque de Madrid. El concepto y diseño sonoro corrió a cargo de Lee Gamble, artista musical británico, y la dirección escénica, de Candela Capitán, coreógrafa y artista de acción española, a quien tuvimos la oportunidad de entrevistar en METAL, con motivo de su proyecto Solas (2024). 
Durante treinta y cinco minutos, se presentó una performance phygital que aunaba danza, música sintética con IA e, incluso, la participación del público a través del streaming; mediante un QR escaneable a la entrada del show, se daba pie a una doble asistencia, incentivando al público a explorar la perspectiva digital de Models, aun encontrándose en el propio teatro. Fue la sorpresa de muchos de los asistentes al comprobar que era posible, no solo ver en Instagram Live cada una de las pantallas de Julia Romero Soriano, Mariona Moranta Capllonch y Virginia Martin Mateos, sino el hecho de romper el tabú de hacer fotografías y vídeos durante la representación. Una vía certera a la hora de apretar los grilletes de Models y, así, completar su círculo ritual, donde intérpretes y público acababan encontrándose igual de esclavizados por las últimas tecnologías, así como por el mundo de las redes sociales. 
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Las tendencias determinadas por el sistema capitalista en la Sociedad de la Información, como ya reivindicaba Capitán en Solas (2024), condicionan y generan una paradoja en los debates contemporáneos, como puede ser la cuarta ola de feminismo frente a la mercantilización visual de los cuerpos idealizados en redes sociales; ahora, ‘se lleva’ la naturalidad, pero la necesidad de demostrar esa naturalidad como un movimiento viral sigue estando ahí y nos determina como sociedad. 
En otras palabras, a la par que denuncias el sistema, lo perpetúas, alimentas y compartes en un ciclo infinito de reposteos y likes, tal y como se podían comprobar en los comentarios del vídeo en directo. Y es que hace prácticamente sesenta años, Marshall McLuhan en su ensayo Comprender los medios de comunicación, ya afirmaba que las tecnologías se configuran como las extensiones del ser humano: el smartphone o, también, el Internet de las Cosas, consisten en una extensión del cerebro, al igual que la cámara lo es de nuestros ojos, o la rueda, de nuestras articulaciones. De tal manera, las tres protagonistas aparecen casi en un juego a la inversa: ¿quién es una extensión de quién? 
Sus cadenas con arneses emergen de un techo oculto en una densa niebla artificial: la nube en red. El metal se compone de eslabones algorítmicos, repletos de cookies y anuncios redirigidos, que ofrecen un sinfín de gratificaciones instantáneas. Al principio, el cosquilleo simplemente se intuye; luego, en el momento en el que las protagonistas y/o nosotros buscamos alejarnos de esa gula mediática, bajo ese deseo irrefrenable de hormonas, las cadenas empiezan a apretar hasta asfixiar y nos vuelven a tirar hacia su seno entretejido de unos y ceros. Más allá del ocio y las apariencias, siempre existe una pregunta para traernos de vuelta: ¿buscas trabajo? ¿Buscas pisco? (Tampoco con la pretensión de demonizar, sino de reflexionar sobre el tipo de uso que damos a este tipo de herramientas y medios, yo incluida).
Gamble y Capitán plantean así la explosión de un cerebro ‘infoxicado’ frente a esa sucesión de estímulos constantes, especialmente cuando intervienen esos pasajes de contundente volumen sonoro y efectos estroboscópicos. Sin duda, la escena acaba impactando a todos los asistentes; algunos se tapaban los oídos y otros cerraban los ojos, ya que la sala estaba vibrando, literalmente, pero es ahí donde se percibía de manera más directa y plástica el ritmo en el que vivimos y bajo qué condiciones y expectativas nos movemos. 
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Crónica de la performance
Emerge un eco que recuerda al canto de la ballena. Entre la bestia y lo mitológico, se entremezcla el sonido de la tormenta en medio del mar, pero no hay mar, porque es fruto de la sugestión por el sonido cetáceo. Irrumpen varios clipping en el audio, rasgando la visión idílica de ese mundo imaginado en medio de la oscuridad. Se intuye humo a través del escenario todavía oculto. Unos coros de aura onírica intervienen como si se escucharan de lejos, sumándose una voz metálica de mujer a la composición sonora. 
Continúa la canción intencionadamente ilegible, que baila entre lo ancestral y el cyborg, a la par que van encendiéndose tres linternas de móvil en el escenario: tres chicas jóvenes con el pelo mojado, vestidas de blanco con vaqueros rectos, camisetas casi transparentes y unos botines negros de tacón fino, bajo y de punta, se encuentran tumbadas de costado con el brazo derecho en alto. Cada una con un móvil, dando la espalda al público, se observan completamente embelesadas en su modo selfie. De tal manera, se mecen lentamente para cambiar de mueca o pose, y así, disfrutar al máximo del placer de observar y ser observadas. 
Esta vez, la música alterna notas tropicales que recuerdan a una de las alarmas predeterminadas del móvil; después, empiezan a golpear tonos graves en tanto que los cuerpos pivotan y se levantan poco a poco. Ellas empiezan a caminar con la misma quietud, a la par que siguen acompañándolas sin descanso en su trance las sirenas del coro anónimo casi celestial. En este punto, la base rítmica recuerda a la frecuencia de la meditación, ya que a 432 hercios liberamos serotonina, dopamina y endorfinas; pero aquí, a modo de trampantojo químico en tanto que disfrazamos el vínculo adictivo con la supuesta felicidad. 
No obstante, alejarse es imposible porque unos arneses negros las unen a ‘la gran nube’, atadas por unas brillantes cadenas plateadas. Por eso, las chicas acaban cayendo de rodillas hacia atrás, arqueadas como si fueran marionetas con los hilos flácidos. Su posición puede recordar a la penitencia divina en vista de un nexo reluciente que las une hacia el cielo, la ansiada recompensa, y en perspectiva, por supuesto, el móvil y sus caras en el centro del encuadre.
Las luces bajan su intensidad de nuevo y las protagonistas deciden adoptar una posición fetal, para luego hacer ‘el puente’ con una sola mano, mirando hacia el público boca abajo. Así sucesivamente y cada vez más rápido, solo que las posturas se enrarecen por momentos; se retuercen y continúan autoadmirándose como criaturas poseídas. Los espectadores observan atentos sus miradas retadoras de brillo ausente, a través del live de Instagram. Ellas se acercan progresivamente al público físico, todo lo que sus cadenas les permiten, tirando fuertemente de ellas hasta hacerlas ondear. Los eslabones tintinean por cada latigazo de represión, haciéndolas caer abruptamente al suelo. 
Luego, se turnan para retroceder de espaldas y coger carrerilla, precipitándose raudas y directas hacia el próximo tirón que las forzará a regresar al fondo. Los zombies contemporáneos nunca dejan de correr sin apartar la mirada del teléfono. Se precipitan hacia la cuarta pared, inclinándose abruptamente hacia nosotros, pero no pueden avanzar más, ni nosotros tampoco. Se siente la impotencia por ambas partes, mientras se escucha un sonido similar al de las cigarras, pero en un bosque tétrico.
Deciden detenerse y retroceden al fondo. Por primera vez, no están mirando el móvil. De repente, la chica de la izquierda empieza a correr en diagonal, dando el pistoletazo de salida para emprender una serie de carreras aleatorias en línea recta; ahora, con más ímpetu y cuando la cadena tira, sacan el brazo de selfie entre llamada de socorro, espasmo involuntario y saludo militar. Las protagonistas empiezan a sincronizarse en sprints diagonales con mayor agresividad. Esta queda enfatizada por los efectos estroboscópicos de luz fría y los vibrantes graves que sacuden, tanto a la estancia como a todos los presentes en un escalofrío compartido, entre sentimiento de maravilla e insignificancia. 
Al final, el público no puede evitar preguntarse: ¿toda la arrogancia se acaba extinguiendo cuando el estímulo es tan abrumador? Desde luego, el listón humano se encuentra muy alto, pero basta una sacudida sonora y luminosa para amansar a las bestias del teatro, que han vuelto a ponerse en fila mirando hacia el suelo, culpables de su intento de rebelión o quizás, de su sobrealimentado ego, y la luz vuelve a atenuarse. 
Las cadenas empiezan a enredarse lánguidamente, mientras suena una especie de eco, pero esta vez, como un grito desgarrador entre zumbidos y vibraciones. Las chicas siguen cabizbajas, vagando encorvadas y desorientadas por el cubículo, hasta caer de rodillas otra vez. ¿El abatimiento es fruto de la saturación, la impotencia o de ambas? La chica del medio se levanta y empieza a correr, en tanto que suena algo parecido a una notificación muy fuerte, activada por el cortisol en plena alerta, al son del ‘ding dong’. De las tres es la que más intenta resistirse: tira y tira hasta caerse, se levanta, repite el proceso, pero luego, se detiene. Finalmente, acaban las tres alineadas frente al público, balanceándose perezosamente como si flotaran en la penumbra abisal, mientras juegan con la tensión de la cadena. Por supuesto, todavía sostienen el móvil en una de sus manos, y el público que les graba, claramente, también.
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