La muerte de Idrissa no podía pasar por alto, no podía convertirse en un número más. Para ello, ha sido necesario poner en cuestión los planteamientos judiciales y ofrecer una versión de los hechos paralela a la difundida en los medios. Y no había nadie mejor para hacerlo que Xavier Artigas y Xapo Ortega. Los directores de Idrissa, crónica de una muerte cualquiera han encontrado en las creaciones audiovisuales lo que han apodado como “cine de reparación”. Ese cine que va más allá de la gran pantalla, que tiene consecuencias y se convierte en motor de cambio. Y eso fue lo que se propusieron en el caso de Idrissa: un joven migrante que, a los 21 años, murió en una celda del Centro de Internamiento de Extranjeros en Barcelona en unas circunstancias que los directores han visto conveniente cuestionarse.
Desde las protestas del 15-M, sus caminos no se han separado. Xavier Artigas y Xapo Ortega han materializado en obras cinematográficas su afán de encontrar versiones de los hechos paralelas a las que ofrece la justicia. Tras los la satisfacción y los elogios obtenidos a raíz de obras como Ciutat morta (2013), los directores se han propuesto tratar otra de las cuestiones al orden del día: el racismo institucional, que Artigas asegura se trata de “una de las tesis principales de este proyecto.” Con esta finalidad nace Idrissa, crónica de una muerte cualquiera, que, además de proponerse aclarar las circunstancias de la muerte del protagonista, reconstruye la identidad de Idrissa mediante la participación de personas cercanas y de sus familiares.

Pero no se trató de un rodaje sencillo. Fueron “cinco años de mucha frustración al ver que la investigación no avanzaba.” Y, además de estas dificultades, fueron unos años de adaptación constante. El documental tomó un rumbo imprevisto que los directores no habían contemplado al inicio, pero al que no pudieron renunciar: de plantearse como único objetivo contar la historia de Idrissa pasaron a batallar por lograr repatriar el cuerpo del joven a su localidad natal.
Con vuestro documental Idrissa investigáis las circunstancias de la muerte de Idrissa Diallo. ¿Con qué impedimentos os encontrasteis a la hora de querer profundizar en lo que ocurrió en la celda del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE)?
Chocamos contra la opacidad a la que nos tiene acostumbrados la administración de este país cuando intentamos investigar casos de violencia institucional. Llevamos años en esto y no nos sorprende el corporativismo policial que pretende vender a la ciudadanía la idea de que nunca se cometen errores (¡nunca!). Pero en este caso, además, se suma la condición migrante de la víctima: al tratarse de un ciudadano proveniente de un país africano, además de la opacidad, hay una dejadez por parte de la administración que viene a demostrar una de las tesis principales de este proyecto: el racismo institucional.
Ya no solo es que se quiera esconder algo, es que ni siquiera se toman la molestia de hacer una mínima investigación sobre lo que ocurrió. La policía no da explicaciones convincentes y la juez ni siquiera las pide. Los medios de comunicación tampoco presionaron para que se supiese la verdad y el tema no entró en la agenda de ningún político. Se puso en marcha, una vez más, la maquinaria del olvido.
Delante de los impedimentos, ¿en algún momento os plateasteis renunciar al proyecto?
Fueron cinco años que generaron mucha frustración al ver que la investigación no avanzaba. Nunca renunciamos del todo, aunque en algunos momentos el proyecto quedara latente mientras hacíamos otras cosas –como es el caso del documental Tarajal, también una historia de racismo institucional. Fue un proyecto hecho a fuego lento, y esto tiene sus ventajas: la historia podía ir avanzando por caminos que no sospechábamos al principio. Nos propusimos contar qué había ocurrido con Idrissa la noche en que murió, pero acabamos repatriando su cuerpo a su pueblo natal para que su familia pudiera enterrarlo dignamente. Sin darnos cuenta, pasamos del cine de denuncia a lo que ahora llamamos ‘cine de reparación’.
No es la primera vez que trabajáis juntos. Os conocisteis durante las protestas del 15-M en Barcelona, donde ambos participabais activamente en la comisión audiovisual; vuestro primer largometraje juntos fue Ciutat morta (2013), que dio muchísimo que hablar. Grandes trabajos de investigación que acaban provocando revuelo social y mediático. ¿La concepción del cine como motor de cambio es lo que motiva vuestras creaciones?
Todo cine es, algunas veces, motor de cambio y, otras, motor de reproducción y perpetuación de sistemas sociales establecidos. En cualquiera de los casos, no es una forma de creación inocua. La principal diferencia no se encuentra entre quienes hacen cine de transformación y los que no, sino entre quienes son conscientes de lo que puede llegar a provocar su obra y los que la entienden como una simple forma de entretenimiento. Desconozco si Griffith era consciente que después de presentar El nacimiento de una nación, cuatro millones de personas en Estados Unidos se iban a afiliar al Ku Klux Klan.
Lo importante es responsabilizarse como artista de lo que la película pueda llegar a provocar aun sabiendo que la mayoría de veces esto es totalmente imprevisible. Este es, para mí, el horizonte ético que debería guiar el proyecto. Pero más allá de la especulación sobre las consecuencias posteriores a la presentación de la película, hay algo sobre lo que, como cineastas, sí tenemos un cierto control. Se trata de lo que la película provoca durante su propia producción.
“Nos propusimos contar qué había ocurrido con Idrissa la noche en que murió, pero acabamos repatriando su cuerpo a su pueblo natal para que su familia pudiera enterrarlo dignamente. Sin darnos cuenta, pasamos del cine de denuncia a lo que ahora llamamos ‘cine de reparación’.”
¿Puedes explicar un poco más a qué te refieres?
Siguiendo el hilo de proyectos comunitarios iniciado en los años 30 por el documental Cine-tren (Kinopoedz) de Medvedkin, la iniciativa Challange for Change de los 60 en Canadá o el colectivo barcelonés de los 70 llamado Servei de Vídeo Comunitari, Idrissa se enmarca en una tradición de transformación a tiempo real en la que el resultado de lo que se filma es tan importante como lo que ocurre mientras se filma.
Además de la voluntad de transmitir con la película una serie de emociones y temas que son, a mi entender, universales, el retorno del héroe o la ceremonia de despedida de Idrissa se dan solo gracias al hecho de que se está haciendo una película. Y es algo muy real. No podemos subestimar el impacto que esto tuvo para la comunidad Wassolon a la que pertenecía Idrissa ni, por supuesto, para su familia. También esto es transformación, y como comentaba antes, reparación.
Idrissa, crónica de una muerte cualquiera no es un título libre de connotaciones. ¿Son estos casos mucho más frecuentes de lo que parecen en los medios? ¿Por qué pensáis que se dan este tipo de sucesos? ¿Están estas muertes normalizadas?
La peor característica asociada a las muertes vinculadas al viaje migratorio es el anonimato. No hace falta hacer una película para explicar la magnitud de la tragedia: la vemos cada día en los informativos. Tenemos cifras, estadísticas, gráficos. El problema no es que los medios lo obvien (no lo hacen). La urgencia está en ponerle nombre y apellidos a la tragedia. Hasta que no lo hagamos, estaremos deshumanizando lo que se nos presenta como una masa negra uniforme, una invasión de la que sabemos que hay muchas bajas, sí, pero sin ver en ella ninguna relación con nosotros mismos. El punto de partida de la película es la muerte cualquiera, es solo una entre tantas. El viaje de vuelta de Idrissa nos propone, sin embargo, pasar del anonimato y la estadística a lo concreto. Y es solo allí donde tenemos la capacidad de despertar una empatía con el espectador.
Con vuestros trabajos, dando una visión alternativa a la que ofrece la justicia, queréis evidenciar las grietas del sistema. ¿Son los Centros de Internamiento de Extranjeros, donde se encontraba el protagonista del relato, un ejemplo más de esas fisuras?
Los CIEs no solo son un ejemplo más: son el paradigma de estas grietas. Son los espacios de no-derecho que nuestros sistemas necesitan para poder poner en valor el estatus de ciudadanía de los nacionales, los portadores del privilegio de no ser expulsables. Es la materialización de la figura romana del Homo Sacer que Giorgio Agamben recupera al hablar de la nuda vida del refugiado o del migrante: no es que quede excluido del orden jurídico, se crean leyes que determinan que las leyes no son vigentes para todos. Los CIEs no son una anomalía del sistema, son el sistema. Es, a través de esta figura de excepcionalidad, que el propio orden jurídico se legitima a sí mismo.
En España, se llama ley de extranjería. Sin embargo, esto no es algo nuevo. Aquí somos pioneros en dividir a la población entre aquellos que merecen estar dentro del territorio nacional y los que no. En el siglo XV, aparece por primera vez en la historia de Europa un proyecto de creación de una nación pura en el que dentro de unas fronteras determinadas solo podrá vivir gente de una determinada religión. Los demás serán expulsados sistemáticamente. Es el nacimiento de los Estados modernos.
“La peor característica asociada a las muertes vinculadas al viaje migratorio es el anonimato. Tenemos cifras, estadísticas, gráficos. El problema no es que los medios lo obvien. La urgencia está en ponerle nombre y apellidos a la tragedia.”
Sois bastante críticos con el sistema, ¿desconfiáis de él? ¿Por qué?
A veces el tema no es tanto si nosotros desconfiamos del sistema sino hasta qué punto el sistema desconfía de nosotros. Es al intentar protegerse a sí mismo ante esta desconfianza que el sistema se vuelve problemático. El sistema desconfía de la alteridad, de la crítica, de la diversidad de opiniones. El fascismo convierte esta desconfianza en miedo y allí es donde el tándem se vuelve peligroso: uno es el mecanismo al que el otro recurre para protegerse de esta alteridad –de nosotros o del ‘otro’ en general.
Idrissa, crónica de una muerte cualquiera es un claro ejemplo de hasta qué punto os podéis implicar en los documentales que lleváis a cabo: hablasteis con sus familiares, fuisteis a su pueblo natal, conseguisteis que repatriaran el cadáver… ¿Cómo gestionáis la carga emocional acumulada? ¿Os sentís desgastados después del proceso?
Personalmente, estoy agotado. Hay muchas formas de explicar la realidad, y el documental opta por la más cruda: lo hace desde ella misma. A veces, miro con envidia la ficción en la que, dentro de la caja de madera, no estaría el cuerpo de Idrissa y su madre sería una actriz profesional. No veo más realidad en una forma que en la otra porque lo que pasó, pasó de verdad, y el cómo lo contamos es solo un medio. Para mí, lo único que justifica el dispositivo de lo real es lo que ya he comentado antes: si no hubiésemos hecho la película, nada de esto habría ocurrido. Nunca hubiésemos podido escribir un guion así a priori. En el documental, el guionista es Dios, y esto no tiene precio.
El coste de la repatriación fue de diez mil euros. Iniciasteis un crowdfunding para poder financiarlo y el final del documental prueba que lo lograsteis. ¿Os sorprendió la implicación y la cantidad de personas sensibilizadas con la causa?
Esta repatriación debería haber sido financiada por el Estado. Idrissa no estaba voluntariamente en el CIE, sino por decisión del Estado. No se le puede culpar a él de su propia muerte porque no sabemos cómo hubieran ido las cosas si Idrissa hubiera estado en la calle paseando o en su casa. Estaba bajo custodia de unos funcionarios que eran los encargados de su integridad física, y es por lo tanto el Estado quien debería haberse responsabilizado de esta muerte; avisar a su familia y repatriar el cuerpo hubiera sido lo mínimo. No hicieron nada de esto.
Ante la impotencia que generó esta dejadez, optamos por hacer posible la repatriación de forma comunitaria. El crowdfunding es una forma moderna de llevar a cabo lo que siempre se había llamado autogestión, una forma de plantearse lo público desde los márgenes de las estructuras estatales. Por suerte, participó mucha gente de esta campaña y esto siempre es reconfortante. Es un indicio de que aún hay esperanza. Pero siempre sabe a poco cuando se es consciente de que no se trata de una reparación que deberíamos haber hecho entre unos cuantos, sino que la deberíamos plantear seriamente como sociedad.
“El cine en sí no cambia nada, es la experiencia que se tiene del cine.”
“A la justicia no le importaron mucho las circunstancias de la muerte puesto que mi hermano no tenía papeles”. ¿Hasta qué punto coincidís con estas declaraciones que hace en el documental el hermano de Idrissa?
Como he dicho antes, esta es una película que pretende hablar del racismo institucional, y esta frase sintetiza muy bien esta tesis. Añadiría, además, que va un poco más allá y hace hincapié en el racismo estructural, el cotidiano, el que practica inconscientemente esta parte de la población a quien se le puede hacer extensivo el ‘no le importó’. Desgraciadamente, este tipo de injusticias no se pueden reducir a una cuestión de una opresión que viene de arriba: encuentra mucha legitimación en la sociedad y esto es lo más preocupante.
Aún así, delante de situaciones como esta, ¿creéis que es suficiente con hacer documentales? A nivel personal, ¿vuestro activismo va más allá de los proyectos audiovisuales?
Hacer cine puede ser un buen complemento de la práctica activista, aunque haya muchas otras cosas para las que cada uno lucha en su día a día y que no tienen porque verse reflejadas en un documental. Cada lucha requiere sus herramientas. De la misma forma que entiendo que puede existir mucho cine que no tiene porque ser activista ni un complemento del activismo, porque pretende transmitir otras cosas que también son importantes para la humanidad. Dicho esto, creo que ninguna de las herramientas que usamos para el activismo sea suficiente. El mundo está tan jodido y se va tan a la mierda que nada de lo que se hace para mejorarlo basta.
Con el estreno del documental Ciutat morta, conseguisteis en los espectadores que se aventuraron a verlo un cierto cambio de mentalidad. ¿Es este también vuestro objetivo al narrar la historia de Idrissa?
El cine es una experiencia total. Sobre todo, el cine que se ve en los cines. Es meter a un grupo numeroso de personas en la misma sala, a oscuras, rodeados del mismo sonido, la misma música, a la vez que se ven todas atravesadas por unas mismas imágenes. Hay algo de catarsis colectiva en esto y, sobre todo, la posibilidad de generar debates que son los que realmente pueden llevar a un cambio de mentalidad. El cine en sí no cambia nada, es la experiencia que se tiene del cine; y desde Metromuster siempre hemos defendido que lo que pasa en la pantalla es solo una parte de esta experiencia.