Sentirse cómodo en lo desconocido, en lo nuevo, es una de las claves para madurar. Paula Prats es una fotógrafa española que, para crecer, ha pasado diferentes etapas de su vida formándose en lugares como Londres, Vancouver o Islandia, algo que sin duda se refleja en su fotografía. Lo desconocido, pero también lo familiar, se encuentran en su mirada abstracta de paisajes tan lejanos de nuestras latitudes como los de la imponente isla volcánica que protagoniza varias de sus series. Y precisamente es la actividad natural que caracteriza a Islandia, una isla famosa por su fuerza geológica, la que mejor representa la actitud de Paula ante la vida.
¿Tu interés por la fotografía surgió cuando estudiabas Bellas Artes, o es algo por lo que siempre habías sentido curiosidad?
Siempre he tenido curiosidad, aunque quizá no de manera muy consciente. En casa cogía la compacta de mis padres y echaba muchas fotos de lo que fuera. Me divertía, de hecho pedí que me regalaran una cámara y tengo mis propios álbumes de esa época. Ya en Bellas Artes empecé a usar la fotografía en un contexto más artístico, y a medida que avanzaban los cursos tuve claro que era lo que quería hacer.
Decidiste trasladarte un semestre a Vancouver con una beca para conducir tu formación hacia la fotografía. ¿Qué te llamó la atención de Canadá y de la universidad en la que estudiaste?
De la universidad me llamó la atención que, dentro de Bellas Artes, podías especializarte realmente en foto, y que tenían muchas instalaciones y material. De Canadá me atraía el país en sí, siempre había sentido cierta admiración. Una vez allí comprobé que es increíble: Vancouver como ciudad, la naturaleza tan salvaje y próxima, la cultura, el estilo de vida…
¿Y cómo acabaste viviendo después en Reykjavik?
Empezó también a partir de una beca, fui allí a hacer unas prácticas en el Museo de Fotografía y me enamoré del lugar. Realmente no era mi prioridad cuando buscaba sitios, quería conocerlo de vacaciones pero no me imaginaba viviendo allí. Cuando les escribí fueron los primeros en responder y mostrar interés, y pensé: “ya está, el destino elige.” Luego, lo que iba a ser seis meses se convirtió en un año y en la alternancia de temporadas entre España e Islandia, hasta la actualidad.
¿Qué es lo que te llevas de esas experiencias?
No sé, las dos me han aportado cosas distintas a diversos niveles, pero si tengo que destacar algo podría decir que me han descubierto muchas cosas a nivel personal. Vivir en una cultura y entorno diferentes trastoca tus esquemas y eso siempre es positivo de alguna manera. Me quedo también con los lugares que he visto, la gente que he conocido… y con el hecho de que ambas hayan propiciado mi comienzo en la fotografía.
Muchos fotógrafos se ven atraídos por la belleza de Islandia: sus paisajes volcánicos, sus grandes glaciares y paisajes vírgenes la convierten en uno de los lugares más impactantes del planeta. ¿Qué es lo que más te atrajo de vivir en la isla?
Esos contrastes, precisamente, y la rareza del paisaje. La fuerza y la constante actividad de la naturaleza, el romanticismo de lo extremo, el aislamiento. Además, la experiencia de cada lugar cambia totalmente según la época del año o las condiciones climatológicas, sorprende constantemente. Creo que al final me quedé a vivir por eso, porque quería ver más. También ha sido muy interesante conocer la sociedad islandesa, son muy especiales.
La luz es algo vital para un fotógrafo, sin embargo, en Islandia su ausencia marca gran parte del calendario. ¿No es curioso que, pese a ello, sea uno de los destinos más deseados para tantos fotógrafos?
Sí, la verdad es que si viajas en invierno para hacer fotos se complica un poco, la luz es débil y solo hay durante pocas horas, lo que te obliga a planear muy bien; aunque por otro lado cuando nieva se vuelve todo más luminoso. Si vas en verano cambia totalmente: en junio el sol casi no se pone y puedes encontrarte una hilera de fotógrafos apuntando con sus teleobjetivos al glaciar a las doce de la noche. Para mí el tema de la luz ha sido fundamental, el contraste entre la atmósfera azulada durante las pocas horas de luz en diciembre frente a los atardeceres eternos en junio con su paleta de naranjas, rosas y amarillos; cómo cambia la intensidad de la luz, su dirección… todo me parecía un aliciente más que un problema.
Tus fotografías destacan por su sencillez y la tranquilidad que transmite su atmósfera. ¿Es un reflejo de tu personalidad?
Sí, bastante, creo que es inevitable que se refleje la personalidad del autor o parte de ella en cualquier expresión artística cuando es honesta. Por otro lado, pienso que influye también el estado en el que estoy cuando fotografío y lo que busco que me transmitan las imágenes posteriormente.
Cuando empezaste a hacer fotos, ¿te imaginabas que tu estilo iba a ser el que te caracteriza en la actualidad?
No, aunque tampoco es algo que me haya planteado nunca. Creo que el estilo es algo vivo que va mutando y que aparece de manera inconsciente, no se puede planear o predecir. Echando la vista atrás, hay cosas que no me hubiera imaginado al principio, como el uso que hago ahora del flash por ejemplo. Es curioso ver cómo los cambios que se dan en tu vida, las influencias y el contexto en el que te encuentras, van modificando la forma que tienes de hacer fotos.
¿Qué te llama la atención del paisaje que no encuentras en el ser humano?
En realidad me interesa todo, quizá estoy más cómoda haciendo fotos de lugares u objetos que de personas, por la quietud o porque lo controlo más y puedo dedicar el tiempo que quiero. Más allá de paisajes vs. humanos, creo que lo que me atrae en gran medida es la abstracción, por eso también cuando fotografío a alguien acabo a menudo llevándolo a ese terreno.