Cuando nació Alma estuve un tiempo algo perdida. Por un lado estaba enamorada de esa pequeña personita y por el otro no sabía de dónde sacar el tiempo para poder seguir expresando todo lo que me hervía por dentro. Tuve un año duro, con muchas contradicciones y sintiendo que me había quedado en el limbo. Siempre he disfrutado con los pinceles y el papel, y en casa siempre hay alguna caja de lápices de colores abierta.
Me acuerdo una tarde en la que puse a Alma en pañales, cubrí toda una habitación con papel y le di un pincel y unas acuarelas. Su manera de pintar sin juicio, sin esperar nada, me conmovió. Empezamos a pintar juntas muchos días; a ella le encantaba y yo sentía que mi parte artística se veía un poco recompensada. Acabamos llevando una caja de acuarelas y una libreta allí dónde íbamos.
Cuando tenía un año y medio viajamos en autocaravana a Irlanda con unos amigos. Las acuarelas nos acompañaban a playas, bosques, restaurantes y montañas. Me di cuenta de que mientras ella pintaba yo podía fotografiar tranquila. Era una especie de danza entre las dos. Una noche estuve mirando sus dibujos, los trazos sencillos, sin ninguna intención o proyección. Me pareció interesante unirlos a mis fotografías y ver qué pasaba.
Esa misma tarde le había hecho una foto a María, nuestra amiga del norte, mientras Alma sentada en el suelo con su libreta mezclaba colores. Lo junté y, ¡voilà! Todas mis vacilaciones de los meses anteriores desaparecieron. De repente, y sin buscarlo, tenía un proyecto con mi hija. Me encantó tenerla a mi lado durante todo el viaje con su libreta mientras yo fotografiaba. Ahora tiene tres años y ya dibuja con más pretensión, quiere dibujar cosas más concretas. Pero son muchas las tardes que pasamos juntas en una mesa con los pinceles en la mano. Todo un regalo.