Sobre todo, hablamos y bailamos mucho, porque más que un asesino en serie lo pensamos como un ladrón bailarín. Fue un entrenamiento de seis meses. Lorenzo entraba a robar a mi casa como si yo no estuviera ahí, y yo lo filmaba y lo iba guiando. Así se acostumbró a actuar con mi voz encima. Después salíamos a la calle a ver el espectáculo triste de la humanidad, y cómo las personas actúan y sobreactúan el personaje que les toca, lo que ellos creen que está bien. En Buenos Aires, vas al teatro a ver una obra ‘seria’ y los espectadores sobreactúan, se auto inducen al llanto o a la risa. Es realmente patético. Una especie de psicosis colectiva.
Disparar contra esa locura sería casi un acto de sensatez porque parecería que la realidad está montada sobre una farsa diabólica, y el personaje de Carlitos percibe todo eso como una burla, como si estuvieran poniendo a prueba su inteligencia. Pero ahí ya entra a jugar el fantasma de la libertad –o la interpretación que uno hace de la libertad, que puede ser peligrosa. En el caso de Carlos, es como un mono con navaja. Para todo este proceso de ensayos también trabajamos mucho con Alejandro Catalán, que es un gran maestro de actores y con quien compartimos puntos de vista.