Podemos visualizar el flujo de influencias entre la realidad y la ficción como un sistema circular. Ambas se miran, se reflejan y se retroalimentan. Es difícil establecer quién imita a quién. Son de una sincronía que asusta. En los últimos años, hemos experimentado significativos avances en cuestión de visibilidad y representación de colectivos marginales, que antes no tendrían cabida más allá del cliché. Estos relatos, alimentan la imagen que tenemos del mundo que nos rodea y la manera que tenemos de relacionarnos.
Lucía Carballal profundiza sobre este fenómeno en Los pálidos y pone el foco en sus contrariedades. Expone la mercantilización de los discursos reivindicativos, la hipocresía de ciertos productores que se suben a la ola como parte de una estrategia comercial y no desde la conciencia. Del mismo modo, pone luz sobre las relaciones humanas, buscando lo que nos une, abriendo sensibilidades.

Con más de doce textos teatrales a la espalda, Carballal se inicia como directora con Los Pálidos, en un acto de empoderamiento profesional. La obra tuvo su estreno en febrero de 2023, en el Centro Dramático Nacional, texto por el cual ha sido nominada a Mejor Autoría Teatral Original de los Premios Godot. Ahora podemos disfrutar de su lectura gracias a su publicación, a manos de la editorial La Uña Rota. Entre las obras de la dramaturga destacan Las bárbaras, La resistencia, Una vida americana, Los temporales, A España no la va a conocer ni la madre que la parió y Mejor historia que la nuestra. En Las últimas, libro publicado también con La Uña Rota, quedan recopilados sus cinco últimos textos. Como guionista audiovisual, sus trabajos más recientes son Vis a Vis y su spin/off Vis a vis: el oasis.
¿Qué llegó primero, la literatura o el teatro? ¿O siempre vinieron vinculadas?
Como casi todos los que escribimos, empecé escribiendo relatos y poemas a una edad muy temprana, pero nada relevante. Realmente, todo empezó con catorce, quince años, en unos cursos de teatro. Interpretábamos escenas de autores contemporáneos y en ese momento fui consciente de que había personas vivas dedicándose a la escritura teatral, que no se reducía a autores como Lorca, Shakespeare o Tennessee Williams. Una profesora me habló de la carrera de dramaturgia y ahí se unieron las dos pasiones. Desde entonces, no he escrito otra cosa.
¿De estos dramaturgos contemporáneos, recuerdas algún nombre que fuese especialmente inspirador?
Me gustaban mucho los autores norteamericanos, Tennesse Williams, Arthur Miller. A nivel nacional, a principios de los 2000, Barcelona iba un poco más adelantada que Madrid en cuanto a la dramaturgia contemporánea. Ya estaba Sergi Belbel y todo el movimiento que se creó alrededor de su figura. Creo que las vocaciones se generan con un gran componente de optimismo y de Barcelona venía la idea de que se podía ser autor contemporáneo.
¿Qué transformaciones sufre el texto al pasar de la escena al libro?
Cuando desvinculas el texto de la escena, ya no te diriges a tu equipo, sino que te estás dirigiendo a un lector ajeno, a una persona que no conoces, y tienes que empatizar con su punto de vista. Te planteas qué necesita el texto para ser sugerente y abierto, pero lo suficientemente preciso para que el lector no tenga que hacer un sobreesfuerzo en imaginar las escenas. De todos modos, en mi caso las adaptaciones no han sido muy radicales.
Desde hace un tiempo se está reivindicando que los textos teatrales también pueden ser leídos y no solo apreciados en su faceta escénica. Cada vez se comprenden mejor y eso es gracias al trabajo de editoriales como La Uña Rota, que también publica a Angelica Liddle, a Juan Mayorga y a Pablo Remón, entre otros.
¿Qué beneficios encuentras para el género dramático a través de este trasvase?
La publicación de los textos teatrales va de la mano de la profesionalización. Por ejemplo, los primeros textos que escribí con 18 años, para el grupo de teatro universitario, no los conservo. Eran documentos de word impresos de cualquier manera que después desaparecían. El texto teatral es un material literario que tiene derecho a permanecer y su publicación es una manera de defenderlo, de cuidarlo. También puede ser un impulso para llegar a otras compañías y que la escenifiquen. Me pasó con Una vida americana, que se llegó a representar fuera de España.
Los pálidos ha sido tu debut como directora. ¿Cómo ha sido para ti la experiencia de poner sobre las tablas uno de tus textos?
Ha sido un proceso muy personal. Dirigir no tiene tanto que ver con ocupar otra área de trabajo sino con cómo te relacionas con tu propia voz. Cuando escribes sabiendo que va a ser puesto en escena por otra persona, toda la exposición personal que vuelcas en una obra de teatro, que emocionalmente es un material inflamable, todo eso, se lo das a otra persona como material para su propia expresión. Dirigir tus propios textos te obliga a relacionarte de manera más profunda con tu vocación. Significa hacerte cargo de todo lo que se está diciendo, sin olvidarte del resto de voces que componen el equipo y que son imprescindibles. Dar este paso me ha armado de una valentía que me ha disparado creativamente. Me ha permitido relacionarme con los demás de manera más genuina y los espectadores se han podido relacionar con mi trabajo de manera más directa.
Era la evolución natural de tu trabajo.
Yo pienso que sí, pero para otra persona igual no lo es. Este proceso me ha enseñado mucho sobre la forma que tenemos de relacionarnos con la idea de edad y de tiempo. Yo tengo 38 años y decidí dirigir cuando tenía 36, 37. En ese momento, tenía la sensación de que quizá ya era tarde, más teniendo tantos textos escritos sin dirigir. La relación que tenemos con el tiempo es bastante cruel y salvaje. Ha sido una lección vital. Muchas veces tenemos ideas preconcebidas de quiénes somos o de cuál va a ser nuestro calendario vital y nos generamos un montón de limitaciones. En ese sentido, dirigir por primera vez ha sido una oportunidad para asumir que hay que atreverse a hacer las cosas. Creo que es una lección que va a repercutir en el trabajo que haga a partir de ahora.
En Los pálidos reflexionas acerca del compromiso de la ficción y de los productos culturales con la construcción de la realidad. ¿Dónde sitúas la responsabilidad de los creadores y creadoras respecto a la influencia que pueden ejercer sus obras?
Actualmente, hay dos tendencias principales: los que creen que la creación artística tiene que estar al servicio de determinados valores ciudadanos y los que insinúan que la creatividad debería estar completamente al margen de ese tipo de cuestiones, que el trabajo creativo no debe servir a imperativos morales y éticos. Ambas posturas son un poco simplistas, pero me voy a focalizar en la segunda, que es la que más escucho últimamente.
Defienden la libertad por encima de todo, entendiendo la libertad como un pasaporte para la irresponsabilidad absoluta. El creador tiene derecho a sentirse libre, pero esto no debería exhimirle de hacerse preguntas sobre cómo se acerca al mundo en el que vive. En ese lugar de responsabilidad, tiene derecho a plantear historias y puntos de vista que puedan ser polémicos, incómodos y controvertidos.
Estoy dándole muchas vueltas a este asunto porque creo que forma parte de nuestro momento histórico. Los Pálidos se mete de lleno en estas preguntas. Plantea un programa de televisión dirigido a un público joven, donde sus creadores son conscientes de que están asentando una serie de referencias entre el público. Los Pálidos cuestiona hasta qué punto tiene sentido pedirle a un determinado tipo de narrador que integre ciertos compromisos sociales en los que verdaderamente no cree. Hasta qué punto eso va a hacer un mundo mejor. La ficción plantea nuevos modelos, y eso es positivo, pero también hay gente que no cree realmente en esto y lo está usando como un arma comercial.
Pienso que la responsabilidad de los creadores debe ir acompañada de una mirada crítica por parte del espectador. Deberíamos formarnos como espectadores críticos, para ejercitar esa mirada y que no recaiga toda la responsabilidad sobre la creación.
Tiene que ser un trabajo en las dos direcciones, porque si no, corremos el riesgo de que el trabajo artístico se convierta en un lugar estrictamente pedagógico, y no estoy segura de que el artista tenga la responsabilidad de formar al espectador. Creo que los espacios de formación son otros. Tradicionalmente, el arte ha puesto en cuestión al espectador, se le ha provocado, se ha generado una controversia.
Hay que tener cuidado con la idea de literalidad. Yo puedo retratar a un personaje conservador y eso no significa que yo esté haciendo una apología de una ideología conservadora. Forma parte de mi trabajo retratar a esa persona con el mayor respeto posible, sin tener que hacer una caricatura. Pero parece que, si hago un retrato con un pincel fino de esa persona, se va a hacer una lectura conservadora de mi persona. Nos hace falta un ejercicio de autocrítica y de autoanálisis. Ninguno de nosotros es una persona libre de sombras, libre de contradicciones. Ninguno de nosotros está por encima de determinadas taras culturales. Observar esa parte de nosotros también es tarea de la cultura.
Lo más saludable sería desprendernos del sentimiento de culpa. Aceptar los procesos de aprendizaje y de construcción sin ese ensañamiento.
Creo que es aprendizaje, construcción y humor. Cuando hicimos Los Pálidos, algunos espectadores celebraban haberse reído de ellos mismos. Desde los márgenes también podemos reivindicar la burla. No tenemos que ser siempre la voz solemne. Podemos recurrir a los clichés, pero para eso es imprescindible que el creador haga un enorme ejercicio de conciencia. Solo así podrá jugar con el estereotipo desde una conciencia del estereotipo, no por una repetición irracional del mismo.
¿Ver tantas reivindicaciones sociales en la ficción puede conducirnos a cierto conformismo en la vida pública?
Es una cuestión difícil que planteo también en la obra. El personaje de María, interpretado por Natalia Huarte, es activista y forma parte de un universo muy ajeno a la industria cultural y ella plantea este debate. Hasta qué punto el espectador, simplemente escogiendo qué ver, puede sentir que está teniendo un gesto comprometido con los problemas de su entorno. Es un activismo pasivo, un activismo que se reduce al consumo. A estas alturas, ya sabemos que elegir lo que consumimos es una parte importante de cómo nos relacionamos con el mundo, pero no debería funcionar por sustitución. Me acojo, otra vez, a la consciencia. Hay gente que sí ejerce un activismo a pie de calle, más allá de nuestras burbujas urbanas culturales.
Cada vez hay una mirada más condescendiente hacia el propio activismo, como si salir a manifestarse fuese casi un acto ingenuo o tierno, como si fuera parte de una estética obsoleta. Y uso la palabra estética porque creo que estamos en un momento donde la imagen de la pancarta y de las personas en la calle está en crisis. Es un problema y todavía no sabemos cómo solucionarlo.
Dentro de las industrias culturales, muchas veces, tampoco tenemos las herramientas para solucionar estos problemas.
Es innegable que la ficción tiene un poder muy particular, que es el de acompañar e inspirar. Abrazar a gente que está muy lejos de las personas que crean las ficciones. En ocasiones, una escena puede cambiar la vida de una persona más que la propia legislación. En ese sentido, tampoco hay que subestimar el poder de la ficción. El problema es plantearlo como un esquema de sustitución. Por ejemplo, la cuestión trans se ha puesto en relevancia a través de distintos mecanismos que se han activado al mismo tiempo: ha habido una sensibilización social, han aparecido relatos que han ayudado a visibilizarlo entre personas más ajenas al colectivo, ha habido una legislación que lo ha acompañado. Es decir, es una lucha que tiene muchos frentes. La ficción puede apoyar un movimiento sin sustituir la lucha.
Decías en una entrevista que el objetivo común de tu obra es aportar algo al presente. ¿Qué aporta Los pálidos?
Espectadores con ideologías muy distintas coinciden en que la pieza les ha despertado el interés por ampliar su percepción de algunas cosas. Cuando escribía, me preocupé mucho en que fuera una obra que ampliara. Ampliar mi mirada sobre las cosas, ampliar mi mirada sobre los personajes, ampliar mi sensibilidad al respecto de todo lo que la obra plantea. Estaba bastante encerrada en la idea de que ser una creadora mujer me generaba dificultades. Esta obra fue una manera de salir de esa limitación, porque ese punto de vista había empezado a ser estéril y necesitaba trascender esa obstinación por ver a un determinado tipo de personas como el enemigo. Escribí una historia de amor entre una chica que podría parecerse a mí y un tipo que representa lo contrario a lo que yo desearía. Esa historia de amor entre dos arquetipos sociales tan opuestos podría ser una manera de abrir mi propia sensibilidad. Ese ejercicio se pudo traspasar y hubo una reacción bastante consecuente. Lejos de que la gente se enfadara o se irritara, en una dirección o en otra, creo que generó un silencio en el mejor de los sentidos, un silencio de reflexión, de escucha. En el fondo, estamos deseando mirarnos y escucharnos.
Los productos artísticos pueden ser ese punto de unión entre los seres humanos, donde convergen las emociones.
Idealmente, la obra, sea de la disciplina que sea, está por encima de las diferencias. La aspiración de un trabajo artístico tiene que ver con conectar con ese lugar más trascendente, más universal, allí donde todavía somos lo mismo. Al final, todos nos enfrentamos a los mismos retos y nos planteamos las mismas preguntas. Creo que lo creativo es una gran llave para acceder a otros sitios menos visibles. Ahí es donde radica el verdadero debate social y no en esa capa superficial de ideas contrapuestas.