Carlos Herraiz viene de una familia artista, pues su padre y su abuela le introdujeron en el mundo del arte desde pequeño. La ansiedad y el deseo de crear, característicos en las almas artísticas, yace en sus entrañas, pero no empezó a ahondar en cómo canalizar esta energía hasta que a los dieciocho años se mudó a Edimburgo. Ha explorado la pintura en la escuela de arte de Leith, en la Glasgow School of Art y en la Academia de Arte de Barcelona.
Con ojos brillosos, nos explica la pasión que siente por cómo lo tangible se convierte en polvo, en vacío, en silencio, o, en definitiva, en una mancha. Para él estamos formados por manchas, es decir, por experiencias que nos han penetrado, sueños, frustraciones o desamores que ya no forman parte del presente. Ahora tan solo son reflejos de lo que un día fue, un eco que a lo lejos se va perdiendo.
Esta sensibilidad se traduce en su obra y en los materiales que utiliza. Le interesa el proceso biológico de cómo algo cambia, degenera, crece, y desaparece. Utiliza fotografías antiguas, manchadas por la humedad, por el paso del tiempo y por los insectos para crear sus obras. Dejó que el océano fuera quien diera el primer trazo en el cuadro Playa de Gullane. Se considera un arqueólogo callejero, rescata objetos del pasado y trabaja sobre ellos, devolviéndoles la vida. De hecho, se podría decir que su obra es el resultado de un trabajo en equipo entre él, el desconcierto del paso del tiempo y la misma naturaleza. En un sofá rodeado por su trabajo, Carlos Herraiz nos habla un poco más acerca de esta pasión por las ‘manchas’ que lo ha llevado a prescindir de la figura y a crear cuadros abstractos.