Por supuesto que cuando empecé a escribir el guion y a documentarme tenía estereotipos y microrracismos en mi cerebro; todos los tenemos. Empecé a trabajar con
Liwai, una asociación cultural conformada por Yue, que es psicóloga y asistente social en Usera, ayudaba a las familias chinas con los trámites y demás, y por Shiro, que es una artista de la diáspora china que tiene una compañía de performance,
Cangrejo Pro. Ellas me hicieron una limpieza, tanto de guion como de cabeza, de todos los estereotipos o conceptos blancos y occidentales sobre la comunidad china.
Y luego vino lo que vino: un casting de ocho meses hablando hora y media con cada chica o persona que venía, conociendo sus motivaciones y su realidad. Empecé a darme cuenta de muchísimas cosas que ni siquiera sabía. Por ejemplo, me hablaron de la violencia en los bazares, de ahí la secuencia de la madre, cuando le roban y le echan la cerveza encima. Me hablaron del problema generacional entre los adolescentes y los padres, la diferencia en la forma de amar de los padres a sus hijos, que es muy diferente a la manera occidental de demostrar el amor.
Todo eso fue un viaje muy, muy interesante, han sido cuatro años de aprendizaje. Y, sobre todo, cuatro años de darme cuenta de que yo también estaba equivocada pensando que sí sabía cosas. Es maravilloso porque en cada coloquio o pase que hacemos aprendo algo nuevo. El otro día, por ejemplo, pasó algo precioso. La secuencia de las tiritas, que es una de mis favoritas, donde las niñas juegan a ser la otra, a ponerse en la piel de la otra… En un coloquio, una chica china levantó la mano y me dijo, quiero comentarte lo de las tiritas. ¿Sabes qué? Yo de pequeña pensaba que los blancos con ojos azules veían el mundo azul. Y me pareció tan bonito, tan representativo de lo que puede hacer un niño…