Siempre he sido una persona con un estilo de vida fuera de las normas convencionales. Abogo por el minimalismo y me gusta vivir con lo menos posible. Intento hacer un esfuerzo consciente para ser muy responsable a la hora de consumir productos en la era que nos ha tocado vivir, donde el capitalismo está a la orden del día y donde se nos enseña que consumir es igual a ser feliz y que poseer muchas cosas nos consigue un lugar exitoso a nivel social. De alguna forma, a mí me ha ayudado mucho el hecho de intentar luchar contra estas ideas y seguir mis propias premisas, que es lo que yo entiendo como libertad.
Con todo esto en mente y gracias a mi canal de
Youtube –que abrí hace un año más o menos–, se me ocurrió hacer una serie sobre treinta días haciendo cosas, y una fue vivir en la furgoneta. Gracias a esta idea vendí todos mis muebles, dejé la habitación en la que estaba y llegué a un acuerdo con mis compañeros de piso para volver a casa después de ese mes en caso de que me arrepintiese. Pero al final lo pensé y la acabé adaptando. Tenía el colchón y demás, así que solamente tuve que dar el paso de decir “me mudo aquí”. Y fue espectacular. Me lo pasé tan bien y me sentí tan contenta que, una vez pasaron los treinta días, decidí quedarme.
Lo mejor de vivir en la furgoneta es la libertad, el hecho de no estar atado a un contrato. De esta forma puedo decir: tengo una semana libre de trabajo y me voy a ir al bosque de secuoyas que tengo al norte de Los Ángeles, me paso ahí la semana y luego vuelvo. Esto me ofrece muchas más posibilidades que alquilar una habitación. Además, al deshacerme de una gran parte de mis posesiones, he aprendido que no necesito casi nada para vivir: una bolsa con ropa, otra de aseo, mis cuatro libros y mi material para dibujar. Cuando vives en un espacio tan reducido como un coche te lo piensas dos veces antes de comprar cualquier cosa.
En cuanto a lo peor, a veces tengo que hacer un poco encaje de bolillos para resolver problemas técnicos como encontrar Wi-Fi para trabajar, o duchas, o incluso un sitio donde cocinar de forma decente. En la furgoneta tengo un hornillo pero no puedo hacer todos los platos que me gustaría (¡es que me encanta cocinar!). Al final siempre subsano estos problemillas técnicos yendo a casas de amigos o arreglándomelas con algún camping, pero para mí son males menores. Otra cosa mala es que cuando llueve –que por suerte en Los Ángeles sucede una semana en todo el año– se me hace un poco agobiante quedarme dentro de la furgoneta porque acostumbro a hacer mi vida fuera de ella.