En unos tiempos donde existía una constante insistencia –y necesidad, porque la había– de usar la cámara para retratar, reivindicar y denunciar la realidad norteamericana de medianos del siglo XX protagonizada por la precariedad en los entornos rurales, los conflictos bélicos y la crisis económica, también hubo quienes tomaron distancia y perspectiva y la usaron para ir tras la búsqueda de la belleza en medio de ese caos.
Y eso mismo hizo el fotógrafo y pintor Saul Leiter. “Algunos fotógrafos piensan que al tomar imágenes de la desgracia humana están abordando un problema serio. Yo no creo que la desgracia sea más profunda que la felicidad”, decía. Por eso documentó la cotidianidad de una ciudad elegante y bullente, poniéndole color a sus avenidas y a sus semáforos, a los rétulos de los restaurantes y los cafés, a los estilosos vestidos de las señoras, a su tráfico, con sus característicos taxis y sus Ford Torino. Incluso se lo puso al blanco de la nieve.
Lo que en primer lugar estuvo impulsado por un interés puramente documental acabó derivando en una exhaustiva búsqueda tras la experimentación y belleza, al brotar pronto sus influencias pictóricas. Inmortalizó de manera magistral la vibrante vida de las calles de Nueva York y sus paisajes urbanos con un lirismo que rozaba lo abstracto. Muchos planos y la mayoría contrapuestos, pasando desapercibido tras la ventana de la terraza de algún café, Leiter era un voyeur, un hombre tranquilo que prefería apodar este estilo tan suyo como “confusión placentera”. Hechicero y maestro de los disparos improvisados, afirmó que “La perfección no es algo que admire. Un toque de confusión es un ingrediente deseable.”