Dice Juan Antonio Vizcaíno, escritor, periodista y profesor titular de dramaturgia en la RESAD, que hay personas que se dediquen a lo que se dediquen están tocadas por una especie de genialidad: pueden ser grandes físicos, matemáticos, pintores o poetas. En el caso de Fernando Arrabal comprobamos que no se trata solo de la riqueza dramática de su obra, sino que es cierto que esa polivalencia se manifiesta con una fuerza sorprendente, en cualquier ámbito, y más aún en las distancias cortas.
Rodeados de las obras de arte que forman parte de la colección de la Casa Loewe en Madrid –un mural al aguatinta de Howard Hodgkin, una instalación de cerámica de Gloria García Lorca o un lienzo del pintor irlandés William McKeown–, asistimos a la charla con Arrabal dentro del marco de Loewe Conversations, una serie de exclusivos encuentros que invitan a referentes del mundo del arte, el diseño y la cultura para compartir puntos de vista y experiencias sobre diferentes temas convertidos en los pilares de la marca en el siglo XXI. La de esta semana pasada, se ha titulado 85 años de Surrealismo.

El lanzamiento de la nueva colección masculina de Loewe, con notas inspiradas en el movimiento surrealista, ha dado pie a este diálogo con Fernando Arrrabal, considerado en palabras de Mel Gussow (The New York Times) como “el único superviviente de los cuatro avatares de la modernidad: Dadá, Surrealismo, Patafísica y Pánico”.

No es solo superviviente, sino también un testigo privilegiado de la cultura francesa y del Surrealismo. Una herramienta de libertad para analizar, comprender y soportar la existencia cotidiana a través de una codificación que nos permite que el arte no se convierta solo en observar el talento ajeno, sino en esa especie de felicidad que nos provoca el ‘resolver acertijos’ y entender que el universo surrealista es uno de gente que se ha dado cuenta de que el mundo no es lo que pensamos, es otra cosa.

Echando la vista atrás, Fernando Arrabal compartió sus recuerdos y reflexiones partiendo del momento en que se introdujo en el Surrealismo y se integró en las tertulias de Breton: “Conocí el Surrealismo muy tarde, en 1960, pero solo estuve con ellos tres años. No parecía que yo tuviera nada en común con el Surrealismo, no sé por qué Breton quiso que entrara. Estar en este movimiento significaba ir al café surrealista que empezaba todas las tardes a las seis en punto. Breton decía: ‘es usted bienvenido’”.

Volviendo a los orígenes del movimiento Arrabal matizaba : “El año 24 fue su creación como una sucursal política del Trotskismo, y lo fue hasta el final, pero cada vez se distanciaba más de la política. Jodorosky y yo casi nunca hablábamos de política y hoy en día no se une el Surrealismo al Trostskismo. Hay que tener en cuenta que el Surrealismo estaba muy vivo en aquel momento: vamos a asistir al triunfo de Magritte, a la repercusión de Duchamp, pero no va a ser un movimiento con una importancia capital en mi vida”.

Haciendo referencia a la inspiración y al método de la escritura sistemática característica del movimiento, nos confesó con cierta ironía: “Yo nunca me he encerrado en la habitación para escribir un texto surrealista. Breton tampoco. Solo escribió dos manifiestos surrealistas, uno de ellos, muy difícil de leer; es una especie de atraco. Para leerlo hay que ser un gran poeta, ser visionario (yo no supe nunca lo que era ser visionario). Una vez se lo preguntamos y él tampoco lo sabía. El segundo manifiesto es muy divertido, muy interesante, es el manifiesto que escribe seis años después en el que ataca de manera feroz a los grandes poetas de ese momento”.

El “Baudalaire español”, como le llamaba Dalí, compartió con nosotros anécdotas divertidas y surrealistas –como no podía ser de otra manera– con la nostalgia y naturalidad de quien ha vivido momentos históricos como el reencuentro de Breton y Picasso tras el exilio de este último en Nueva York, los amores de Gala con Paul Eluard, o aquella vez que Dalí se embadurnó de excrementos de cabra para seducir a la musa de la época.

Luce Moreau, su mujer, asentía cómplice a todos los guiños del dramaturgo, quien, en un emotivo cierre, recordó su infancia en España y a la monja Teresiana que le educó: “Quería que fuésemos sabios, y después Dios. Breton no era nada al lado de ella”.