Ni en nuestros sueños más dulces hubiésemos imaginado un desfile de moda en un lugar tan exclusivo como Westminster con los modelos desfilando arropados por las voces del coro de la abadía. Y sin embargo ahora, parece imposible que hubiese podido suceder en cualquier otro lugar. La colección que vimos en Londres es un sentido y particular homenaje a esa Inglaterra tan querida por el diseñador. Un recorrido por diferentes épocas, estilos y emblemas que en manos de otro podría haber quedado reducido a un puñado de lugares comunes cercano al bostezo, pero que en manos de Michele se convierte en un espectacular caos multicolor que hace bueno aquello del más es más. O del demasiado nunca es suficiente. Que es lo que nos pasa a muchos de nosotros con él, que vimos casi cien salidas, pero bien podríamos haber visto otras cien más. Y, cuidado, digo caos, pero vamos a poner eso entre comillas: caos porque no sé cómo calificar ese despliegue arrollador de detalles, esa mezcla improbable, pero a la vista está que no imposible, de texturas, tejidos, estampados, siluetas, colores, referencias, apliques, accesorios y suma y sigue, que es lo que hace de su trabajo algo tan especial y maravilloso. Habrá quien lo llame pastiche, pues mira, por qué no. Clarividencia, también. ¿Quién iba a decirlo unos cuantos años atrás? Que Gucci formaría parte del selecto grupo que acabaría no solo abanderando esa nueva estética que desde hace ya tiempo lucha por romper fronteras y prejuicios, sino abanderando también una nueva forma de pensar y hacer moda, de reinterpretar el lujo; que acabaría siendo el espejo donde las generaciones más jóvenes e inquietas buscan reflejarse. Pero nos estamos adelantando, ¿hablábamos de caos?