Sin embargo, el recorrido empieza en la ciudad vertical y la gran euforia hacia ella y la profunda fe por la modernidad que se extendía en los ciudadanos a partir del final de la Primera Guerra Mundial. La lentes fotográficas apuntan hacia arriba, hacia la verticalidad de las nuevas construcciones de acero y metal. Germaine Krull y su famoso libro Métal son un ejemplo de esto. Con París, en verano, una tarde de tormenta (1925), de André Kertész, comprendemos la metáfora de cómo los relámpagos simbolizan el nuevo papel protagonista de la electricidad.
Después de la crisis económica de 1929, se da paso a una permeabilidad social y las cámaras se giran a la población proletaria de las afueras o a los personajes que deambulan por la noche. Es la otra parte de la modernidad, la soledad del individuo perdido en la gran ciudad. Aquí encontramos las obras de Brassaï o de Margaret Michaelis-Sachs, que retrató el Barrio Chino barcelonés en 1932.
A medida que vamos avanzando por las salas, vemos cómo cada vez se adopta una mirada más crítica y de reflexión, sobre todo a partir de los 60, cuando las calles de la ciudad son el territorio para la revolución y la protesta, con el mayo del 68. No obstante, Florian Ebner destaca que “el mundo no es blanco o negro, esta exposición no trata de una evolución hacia algo más siniestro, pero sí pone en evidencia un cambio de consciencia hacia algo más crítico.”