La línea tonneau, el look semi-entallado, las faldas globo y de pavo real, la túnica, el bolero o el vestido saco nos llevan por un minimalismo formal a través de las pinturas que más influyeron en su carrera, subrayando diversos paralelismos y puntos de encuentro.
La muestra se abre con la colorista inspiración de El Greco. Vemos la Inmaculada Concepción junto a un vestido de raso y seda en tonos rosa y azul, así como distintas versiones de La Anunciación con trabajos en amarillos, azules, verdes y rosas vibrantes. Estamos en 1936, cuando Balenciaga se traslada a París con motivo de la guerra civil española. Se trata de su etapa de madurez creativa, cuando ya tenía tiendas en Madrid, Barcelona y San Sebastián y contaba con una clientela selecta. Los diseños de esta etapa están influenciados por el contexto cultural de su país de origen, que homenajea la estética de lo español con colores rosa fuerte y azul ultramar, que contrastan con otras piezas más sobrias, como un abrigo de noche en terciopelo de seda negra y cuello fruncido, Retrato de un caballero, que nos remite a la forma de la gola como era habitual en otros retratos de El Greco.
Al continuar por la segunda sala, el fundido a negro es total al encontrarnos con dos retratos de Felipe II, monarca que puso de moda en Europa el uso del negro, arquetipo de la identidad española y tan difícil de fijar en los tejidos, constituyéndose en seña de identidad gracias al palo de campeche, un árbol descubierto en el Nuevo Mundo que obtenía un tinte intenso que se adhería bien a la ropa. Los vestidos de noche de la reina Isabel de Valois, de Juan Pantoja de la Cruz o el de doña Juana de Austria, de Sánchez Coello son muestra de ello. El mismo negro que utilizó Balenciaga en muchas de sus colecciones. Un negro con luz, que incorpora a la modernidad del diseño de la primera mitad del siglo XX y como expresa la mítica frase acuñada por Harper´s Bazaar, “un negro tan negro que te golpea, que hace que los demás negros parezcan gris”.