El artista valenciano Antonio Ovejero pinta como quien reconstruye una casa que ya no existe. Graduado en Bellas Artes, se ha dedicado a convertir la memoria familiar y lo cotidiano en el centro de un lenguaje pictórico muy personal. Sus protagonistas suelen ser mujeres mayores enjoyadas, llevando bolsos enormes y unas miradas llenas de emociones. Su obra se mueve entre la nostalgia, lo doméstico y lo sublime, en una especie de kitsch costumbrista donde cada pequeño detalle, ya sea una porcelana, una mano, o un peinado cuenta una historia.
Hasta el 6 de noviembre, Ovejero presenta Si todo fuera de terciopelo en CLC Arte, la muestra individual que arranca la nueva temporada expositiva en la galería junto a Abierto València. Es uno de sus proyectos más íntimos, y nace a raíz del incendio que destruyó la casa familiar y, con ella, el legado de su padre. Desde entonces, la pintura se ha convertido en la manera de avivar lo perdido, de volver a habitar un espacio que solo existe en el recuerdo. Antonio Ovejero se ha consolidado como una de las voces jóvenes más interesantes del arte español, un artista que ha decidido convertir la memoria y la pérdida en pura belleza.
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Antes de nada, si tuvieras que describirte en tres palabras, ¿cuáles serían?
Siempre es muy difícil definirse a uno mismo, y con tres palabras aún más, pero yo creo que me veo como una persona apasionada, entusiasta y comprometida con las cosas que hago.
Vienes de una familia de artistas: tu padre y tu hermano eran pintores, así que el arte siempre ha estado presente en tu vida. ¿Cómo empezaste tú en este mundo? ¿Alguna vez sentiste presión por seguir esa línea familiar?
Creo que mi relación con la pintura nació de una forma muy natural, casi inevitable. Como dices, vengo de una familia muy vinculada al arte, mi padre era pintor y mi hermano Miguel Ángel también lo es, así que desde muy pequeño he crecido rodeado de lienzos, olor a aguarrás, pinceles y ese ambiente creativo que te acaba marcando sin que te des cuenta. Podría decir que he mamado el arte desde que tengo uso de razón, ya que ha formado parte de lo cotidiano en mi casa. Sin embargo, el verdadero punto de inflexión creo que fue con la muerte de mi padre cuando yo tenía apenas ocho años. Fue como si su legado me perteneciera de una manera directa y a los diez años ya tenía clarísimo que quería estudiar Bellas Artes y dedicarme a ser pintor.
He tenido y sigo teniendo la suerte de contar con un apoyo familiar enorme, especialmente el de mi madre, que siempre me ha animado a que me dedicara a la pintura. Me llevó a academias de dibujo y pintura desde muy pequeño. Recuerdo con especial cariño los años que estuve yendo a la academia de dibujo y pintura Barreira. Así que sí, puede que haya habido una cierta herencia familiar, pero nunca la viví como una presión, sino como un legado natural que he asumido con entusiasmo. Pintar no ha sido nunca algo impuesto, sino algo que me ha nacido de manera muy profunda y sincera.
Hablemos de las señoras, porque están por todo tu Instagram y son las protagonistas de tus obras. Las vemos en series como Señoras o en tu nueva exposición ¿Qué tienen que te atrapa tanto?
Creo que lo que me atrae de estas señoras tiene que ver, sobre todo, con la cercanía. Son figuras que están presentes desde mi infancia: mi madre, mi abuela, mis tías. Mujeres fuertes, con carácter, que representaban el matriarcado cotidiano, la resiliencia silenciosa y también una enorme capacidad de cuidar y sostener a la familia. Recuerdo pasar muchas tardes con mi abuela y sus amigas sentados en la puerta de casa, tomando el fresco y hablando de la vida. Me acuerdo de aquellas conversaciones interminables, algunas banales, otras más profundas, pero siempre llenas de vida y de memoria. Me fascinaba cómo hablaban del paso del tiempo, de los hijos, de la familia, de la vida misma.
Mi abuela fue modista, una mujer de origen humilde pero con una elegancia natural que siempre me ha inspirado. Su forma de estar en el mundo, con su ropa siempre perfecta, sus joyas, su peinado, me enseñó que la elegancia no tiene que ver con el lujo sino con la dignidad y la actitud. Creo que ahí nace mi interés por lo estético, por lo ornamental, por esa belleza que se convierte casi en una forma de resistencia. Estas señoras que pinto son, en el fondo, una extensión de mi memoria emocional. Me interesa cómo lo decorativo, lo exagerado o lo brillante puede ser también una forma de empoderamiento, una armadura frente al tiempo y las dificultades.
“Me interesa cómo lo decorativo, lo exagerado o lo brillante puede ser también una forma de empoderamiento, una armadura frente al tiempo y las dificultades.”
Tus figuras recurrentes funcionan como símbolos de memoria familiar y social. ¿Cómo eliges los detalles de cada personaje para que cuenten una historia?
Creo que cada obra nace de una necesidad intrínseca de contar algo, y los detalles de mis personajes surgen siempre pensando en la narrativa que quiero construir. Cada elemento tiene un propósito: los bolsos grandes, las joyas, los peinados, o los objetos no son meros adornos, sino pistas visuales que hablan de memoria, identidad y experiencia.
Por ejemplo, en Si todo fuera de terciopelo he seleccionado cuidadosamente cada objeto para generar esa sensación de cercanía y reconocimiento que remita a las cosas de nuestras madres o abuelas, a esos pequeños signos de cuidado y personalidad que forman parte de nuestra memoria colectiva. Para mí, cada detalle funciona como un fragmento de historia. Todo está pensado: la posición de los objetos, su tamaño, su relación con la figura. Nada aparece por azar, y cada elemento contribuye a que la obra comunique lo que quiero transmitir: la dignidad, la resiliencia, contada a través de lo cotidiano y lo familiar.
Hablas de descubrir lo sublime en lo cotidiano y rescatas escenas del imaginario colectivo. ¿Qué papel juega lo que viste de niño, lo que veías en tu casa o la de tus familiares?
Pienso que mi infancia, mi familia y mi hogar juegan un papel importantísimo en mi obra y en mi manera de relacionarme con el mundo. Creo que mi obra nace de una mezcla de todo, de experiencias, recuerdos e imaginación. He crecido en una casa antigua y muy grande, llena de rincones y lugares por descubrir, lo que despertó en mí una curiosidad constante y la capacidad de imaginar historias posibles en cada esquina. Siempre sentí que había habitaciones ocultas, espacios por explorar, y eso pienso que alimentó mi creatividad desde muy pequeño.
La figura de mi padre como pintor y de los cuadros que llenaban nuestro hogar también fue decisiva. El arte formaba parte de la vida diaria, y eso creo que me ha permitido relacionarme con la pintura como algo natural y cercano. Por otro lado, mi abuela, que es modista, me ha enseñado otra dimensión de la observación: pasar tiempo con ella, ir a tiendas de retales, ver cómo cosía cada vestido que les hacía a mis tías, a mi madre, a mi hermana. Es algo que siempre me generaba fascinación.
La figura de mi madre ha sido también un motor de inspiración muy grande, que me ha enseñado todo lo que tiene que ver con el cuidado, la fortaleza y la resiliencia. Creo que todo lo que he vivido se ha ido transformando de una manera directa en mi narrativa pictórica. Al principio de manera indirecta, y con el tiempo de forma más consciente, cada recuerdo, cada gesto o cada objeto se ha convertido en un elemento simbólico en mis obras, creando ese vínculo entre lo íntimo y lo colectivo que intento mostrar en mi pintura.
Tu trabajo parece vivir entre dos tiempos: una España más castiza, de posguerra, y el presente, lleno de color. ¿Qué elementos crees que hemos heredado de esa estética antigua?
Creo que mi obra transita entre diferentes capas de nuestra historia más reciente. En mis primeros proyectos me interesaba mucho la España de posguerra, especialmente esa España austera, rural, y los ritos católicos ligados al luto. Por ejemplo, en Mujeres sin color. Relatos sobre el luto exploraba el papel de la mujer como portadora de la memoria y de la muerte. Posteriormente quise explorar el contraste con el paso del tiempo: el color, los estampados y la estética de las señoras se convirtieron en un motor de empoderamiento y desapego frente a ese pasado en blanco y negro. Así, cada exposición sigue una especie de cronología evolutiva, desde la austeridad de la memoria hasta ese replanteamiento de la vida y la identidad, llegando a mi último proyecto, Si todo fuera terciopelo.
Los elementos que heredamos de esa estética antigua, en mi caso desde la moda hasta los objetos cotidianos, me permiten resignificarlos; los convierto en símbolos de memoria, resiliencia y elegancia, conectando la experiencia de las generaciones pasadas con nuestro presente.
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¿En qué consiste tu proceso creativo y dónde acostumbras a pintar?
Mi proceso creativo nace de la observación, la memoria y la imaginación. Trabajo con vivencias que no siempre he vivido en primera persona, combinando lo que he visto, lo que me han contado y lo que quiero que exista, lo que quiero ver. Pienso que mi experiencia como artista es la de espectador, como estar viendo una película, y a la vez siendo el director, generando esas escenas que quiero que existan, que reflejen mi imaginario.
En cuanto a los espacios de trabajo, comencé pintando en el estudio que mi padre tenía en casa; era un lugar extraordinariamente inspirador. Aprendí a pintar allí, observando una y otra vez los cuadros de mi padre y descifrando el color y la forma. Desde hace año y medio trabajo y vivo en el barrio de Benicalap de Valencia, en La Hidráulica, una casa-estudio compartido con otros artistas.
¿Qué evolución ves en tu trabajo al comparar Si todo fuera de terciopelo con exposiciones anteriores como Bolsos y tacones a juego o La Maru y sus amigas? ¿Ha cambiado algo en tu forma de narrar y tu manera de exponer?
Sí, sin duda hay una evolución clara. Creo que cada proyecto refleja el momento artístico en el que me encuentro. Pienso que lo último que hago siempre es lo que más sentido tiene, ya que recoge el bagaje de todo lo anterior. Cuando miro atrás y comparo exposiciones como Bolsos y tacones a juego o La Maru y sus amigas con Si todo fuera de terciopelo, percibo un camino de madurez y coherencia. Siento que ahora mi obra está más enfocada y que mi mirada hacia los temas es más profunda y consciente. Intento que haya una unión expositiva en la obra y en cómo se relaciona con el espacio y con quien la observa.
En Si todo fuera de terciopelo he trabajado mucho la idea de generar una atmósfera, la disposición de las piezas, la luz, los elementos que acompañan… Todo forma parte de una narrativa común. Diría que en estos últimos años he aprendido a narrar desde la sutileza, a dejar que la pintura dialogue con su entorno y con la memoria que evoca. Es un proceso más íntimo y también más maduro, en donde la forma de exponer se convierte en una extensión natural de la propia obra.
Has mencionado que esta exposición te sirve para regenerar un espacio que se ha perdido. ¿A qué te refieres con este sentimiento de pérdida?
Esta es una pregunta bastante compleja porque toca algo muy personal. Si todo fuera de terciopelo es, sin duda, la exposición más íntima que he hecho. Surge de una necesidad real de regenerar un espacio perdido. Hace aproximadamente un año, la casa donde crecí sufrió un incendio que la destruyó por completo. En aquel fuego se perdió todo: el legado familiar, la obra de mi padre, mis recuerdos… Todo lo que hacía de mi casa, mi casa. Esa pérdida generó en mí una necesidad profunda de reconstrucción, no solo material sino emocional y simbólica. Aquella casa había sido siempre un lugar de inspiración, un refugio lleno de memoria y de arte. Cuando desapareció, sentí también que algo se quebraba dentro de mí: el vínculo con mis raíces, con mi historia, con todo aquello que me había formado como artista.
Cuando Carla Alabau me propuso realizar esta exposición, lo primero que pensé fue en crear una casa, no una casa literal, sino un espacio donde volver a reunir los fragmentos de esa memoria perdida. Por eso, en la muestra, los objetos decorativos, las cerámicas y las porcelanas cobran un papel central. Son elementos que me remiten a algo que tiene que ver con un recuerdo de hogar, a la presencia familiar, a esa belleza silenciosa de lo cotidiano. En el fondo, esta exposición habla de cómo se reconstruye una identidad después de la pérdida, de cómo la memoria puede regenerarse desde la creación. Si todo fuera de terciopelo, es mi forma de volver a habitar un espacio, aunque sea simbólicamente.
“Esta exposición habla de cómo se reconstruye una identidad después de la pérdida, de cómo la memoria puede regenerarse desde la creación.”
Leí la carta que escribió tu madre, Isabel Cortijo, sobre la exposición. Tengo que decir que todo el mundo querría tener una madre que escribiera sobre su trabajo de esa manera. Me emocionó y me dieron ganas de ir a València solo para ver tus obras. ¿Qué significa tu madre para ti y tener este apoyo tan cercano?
Qué puedo decir de mi madre… mi madre es todo. Es la persona que me trajo al mundo, la que me ha cuidado y me cuida, con la que río, con la que lloro y es la persona en la que me apoyo, tanto en los momentos buenos como en los difíciles. Es una mujer increíblemente fuerte, y de ella he aprendido valores que me acompañarán toda la vida. Es, sin duda, mi mayor referente. Además, compartimos una conexión muy especial a nivel artístico. Desde hace años mi madre escribe, y su forma de mirar el mundo y el arte ha influido profundamente en mí. Su sensibilidad, su manera de contar, su relación con la memoria y con la palabra, todo eso ha moldeado también mi manera de entender la pintura. En cierto modo, creo que su voz y la mía dialogan constantemente, aunque cada una lo haga desde un lenguaje distinto.
Cuando preparaba Si todo fuera de terciopelo, sentí que ella debía formar parte de la exposición. No solo porque su historia está en la raíz de todo lo que cuento, sino porque su presencia representa también ese vínculo con lo perdido, con la casa, con la memoria que intento reconstruir a través de mi obra. Por eso quise que las manos que aparecieran en los cuadros fueran las suyas, y que ella fuera quien escribiera el texto de sala. Su carta fue para mí mucho más que un texto: fue un abrazo, una forma de sanar juntos. Al leerla, sentí que la exposición se convertía en un diálogo entre nosotros, entre la pintura y la palabra, entre el duelo y la belleza, entre lo que desaparece y lo que permanece. Y creo que, de alguna manera, ese es el sentido de mi último trabajo.
Además de tu madre, ¿quiénes son tus referentes, tanto en el arte como en la vida?
Mis referentes siempre están muy ligados a mi entorno familiar. En mi madre, en mis hermanos, en mis tías y en mi abuela hay una fuerza vital enorme, una manera de estar en el mundo que me inspira cada día. Creo que en mi familia hay una potencia emocional y creativa que ha sido, desde siempre, el verdadero motor de mi obra. De ellos he aprendido el valor del esfuerzo, la sensibilidad y la belleza que puede encontrarse en lo cotidiano.
También me inspiran mucho mis amigos y el entorno que me rodea. Tengo la suerte y el privilegio de estar cerca de personas que se mueven en distintos ámbitos artísticos, y esa mezcla constante de disciplinas me alimenta muchísimo. Son un apoyo y un estímulo constante, un recordatorio de que crear no es solo un acto solitario, sino algo que se comparte, se contagia y se celebra. En definitiva, mis referentes son las personas que me acompañan en el día a día, las que me ayudan a mantener los pies en la tierra y, al mismo tiempo, me empujan a seguir creando y haciéndome sentir que estoy aquí para hacer lo que hago.
A veces el público ve cosas en tus obras que tú no habías pensado. ¿Te ha pasado con Si todo fuera de terciopelo? ¿Hay alguna interpretación que te haya sorprendido especialmente?
La respuesta de la gente ha sido muy reconfortante, sobre todo por la manera en que el público se ha relacionado con ella. Si todo fuera de terciopelo ha despertado en muchas personas un sentimiento de nostalgia y reconocimiento: hay quien me ha dicho que, al mirar las obras, recordaba la casa de su abuela, ese tipo de objetos que forman parte de nuestra memoria colectiva. Me emociona ver cómo algo tan personal acaba conectando con tantas historias distintas y cómo lo íntimo se vuelve, de alguna forma, universal.
Hubo una interpretación que me llamó especialmente la atención. Una chica de origen asiático me habló de las piezas desde una mirada filosófica oriental, encontrando en ellas una lectura simbólica que yo no había visto de esa manera. Algunas figuras, como el Cenicero del dragón de FU o los Gluggle jug, tienen cierto aire oriental, y ella me explicó su relación con conceptos como la superación, la armonía o la fuerza interior. Me hablaba de la simbología de la carpa saltando por el río, cómo ese acto genera un cambio personal y suscita una salida de la zona confortable, al igual que la necesidad por expandirse. Me pareció muy bello que mi obra pudiera dialogar con otra cultura y que los objetos, más allá de su origen, contuvieran significados compartidos. Esa experiencia me reafirmó en la idea de que el arte tiene la capacidad de reconstruir vínculos, de hacer que distintas memorias, familiares, culturales o emocionales, se encuentren en un mismo lugar. En el fondo, creo que de eso trata esta exposición: de cómo los objetos que habitan nuestra vida pueden convertirse en símbolos de permanencia y conexión.
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La galería CLC Arte ha acompañado tu trabajo en ferias como Art Madrid y ha presentado exposiciones como Vestidas de laca y carmín o Si todo fuera terciopelo. ¿Qué te llevó a trabajar con ellos y qué ha supuesto para ti que te representen?
Más que decir que yo llegué a CLC, diría que CLC me encontró a mí. Conocí a Carla, la directora de la galería, en una inauguración de dicha galería. Mi amiga Elena Perelló la comisariaba y nos presentó. A partir de ahí empecé a asistir a otras muestras y a conversar más con ella. Poco a poco fue surgiendo una conexión muy bonita: a Carla le interesaba mucho mi trabajo, mi lenguaje pictórico y las temáticas que abordaba. Un día visitó mi estudio, vio las obras en proceso y enseguida se generó un entendimiento mutuo, casi un flechazo artístico. Siento que su apuesta por mí fue valiente, y eso me hace estar especialmente agradecido.
Desde entonces, trabajar con CLC ha sido un camino de crecimiento y confianza. Con Carla comparto una visión muy afín del arte: hay diálogo, comprensión y muchas ganas de hacer las cosas bien. Esa cercanía que ella transmite hace que los artistas que trabajamos con la galería nos sintamos libres y acompañados, algo que valoro muchísimo. Para mí, formar parte de CLC no solo supone un impulso profesional, sino también un espacio de trabajo donde hay respeto, escucha y un verdadero compromiso con la creación. Es un privilegio enorme poder desarrollar mi obra junto a ella.
Para acabar, ¿estás preparando algo nuevo que nos puedas contar?
Ahora mismo estoy tomándome unos días de descanso mental después de muchos meses de trabajo intenso preparando mi última exposición individual. Es importante parar un momento y dejar que las ideas respiren, que se asienten. Pero, por supuesto, ya hay cosas en camino. Estoy pensando ya en nuevos proyectos, explorando hacia dónde quiero que vaya mi trabajo y cómo seguir construyendo mi lenguaje pictórico. De lo que puedo contar por ahora, lo próximo será mi participación en la feria de arte contemporáneo Art Madrid a principios de marzo, de la mano de la galería CLC.
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