En esa época me sentía muy conectada con el mundo de la música. Una de mis mejores amigas del bachillerato en Inglaterra y yo decidimos montar una fiesta mensual en la que pinchábamos discos de vinilo, y nos divertíamos invitando a nuestros mejores amigos. Pronto vendrían a vernos gente como Herman Dune, el fotógrafo Edouard Plongeon, o incluso en nuestra fiesta de despedida apareció
Jonas Mekas, quien se sentó detrás de nosotras tranquilamente tomando una Guinness con Benn Northover mientras sonaban nuestros discos de rock garajero.
Pero todavía recuerdo el haber recién llegado a la ciudad, no conocer a nadie, y una amiga de un foro de música de internet me conectó con su amigo Calvin, quien tocaba un concierto en el mítico Mains D’oeuvres junto a Kymia Dawson. Después me di cuenta que aquel hombre que me doblaba la edad y me hablaba sobre el País Vasco con la voz más grave que había oído en mi vida era el legendario Calvin Johnson, cantante de Beat Happening, y creador del sello K Records de Olympia. En el fondo soy una music nerd. Calvin, tres años después, escribiría el texto de mi primera exposición individual, algo por lo que siempre le estaré agradecida.
Poco después, llegué a Central Saint Martins como estudiante de Master en el legendario edificio de Soho en su último año de vida –también fue el último año en que el programa académico era de solo un año sin parones. Todo parecía apresurado, la ciudad tenía otro ritmo, y me pasó factura. A menudo sentía una desconexión con mi tutora, así que agregué vodka a los limones que estaba recibiendo y seguí a la banda de mis amigos (The Entrance Band) en la etapa británica de su gira. Documenté su vida detrás del escenario, hice nuevas obras a partir de ello, escribí un proyecto de tesis apasionado que fue calificado generosamente, me fui con la sensación de que, aunque no sentía que estaba haciendo mejor obra, en realidad podía contextualmente y teóricamente identificar lo que estaba haciendo, entenderlo mejor. Los años siguientes me quedé en Londres, la gente de mi círculo volvió gradualmente a casa, por lo que la magia que logramos colectivamente se desintegró lentamente en diferentes ciudades.
Londres no es fácil pero me gustaba la efervescencia de la ciudad, me aclimaté a su ritmo frenético, a hacer lo máximo posible y dormir poco. Llegó un momento en el que dejé intentar encajar mi trabajo en la tendencia y la norma, me costó mucho darme cuenta que para ser feliz tenía que utilizar mi propia voz, así que me guié por el contexto y tiempos en los que vivía intuitivamente y poco a poco llegué a la conclusión que debía marcharme para poder crecer.