Totalmente. A lo largo de la historia siempre ha prevalecido una representación de la mujer terriblemente dual. Por un lado, frágiles, sensuales y bellas: mujer jarrón, mujer florero, mujer fruta exótica, mujer contenedor de semillas –siempre al servicio del placer y el disfrute del hombre. Por el otro lado, mujer fatal, mujer histérica, pecadora, puta o dicho de otra manera, mujer contenedor de basura en el que depositar toda la mierda y la culpa de la humanidad –desde que Eva comiera la manzana e incluso antes. Desde el origen de los tiempos son innumerables las alegorías que establecen una conexión entre la esencia de la mujer y la naturaleza a través de los ciclos lunares o los de la siembra (mujer flor, mujer semilla, mujer fruto prohibido).
Como la cultura con todos sus símbolos no desaparece sino que se transforma, llegados ya los tiempos modernos y tras la declaración universal de los derechos humanos, las mujeres comienzan a exigir sus derechos como ciudadanas. Muchos de sus coetáneos masculinos (muy avanzados que eran ellos y muy de izquierdas) utilizaron esta imagen de la mujer ligada a la naturaleza para intentar desacreditar los intentos de emancipación mediante estudios supuestamente científicos que presentaban a la mujer como ser irracional, intelectualmente inferior, más cercano a lo salvaje, perfectamente apto para la crianza y el cuidado de los hijos, pero mucho menos evolucionado que los hombres para la vida social y, por lo tanto, incapaz de ejercer su autonomía. Con todo, actualmente estos estereotipos no han desaparecido, continúan grabados a fuego en nuestro subconsciente y son utilizados constantemente.