Aunque pueden lucir imponentes en una primera instancia (por su peso histórico, por su contenido, o por su envergadura), los museos están hechos para ser visitados, educar, enseñar, cuestionar, archivar y, por qué no, hacer soñar. En Madrid, uno de los más famosos y de parada obligatoria es el Prado, que alberga una colección a través de la cual puedes jugar al quién es quién de la Historia (sí, con mayúsculas) de España. A la ilustradora Ximena Maier le fascina y, por una alineación cósmica, tuvo acceso privilegiado a la institución que resultó en Cuaderno del Prado.
Publicado en una editorial independiente en 2017 que acabó cerrando, ahora Lumen reedita este precioso volumen que se entiende como un cuaderno de artista, donde Ximena hace apuntes personales sobre los cuadros que más le fascinan, recomienda recorridos para no perderse, y se inmiscuye en el día a día del museo. Con más ilustraciones, más texto y una maqueta mejorada, el nuevo Cuaderno del Prado ya está en librerías, y aprovechamos la oportunidad para hablar con Ximena de Velázquez, Goya, el humor y otros museos que le encantan.
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Hola, Ximena, un placer hablar contigo. ¿Qué tal estás hoy, y desde dónde nos contestas?
Hola, un placer igualmente. Estoy muy bien, gracias, en mi casa en Portugal, donde vivo.
Eres ilustradora y ceramista, y llevas más de dos décadas viviendo de tu trabajo como artista. ¿Es un sueño hecho realidad, en un mundo donde mantenerse como artista es tan difícil?
Siempre quise ser ilustradora, desde pequeñita, así que es absolutamente un sueño hecho realidad. A la cerámica he llegado por casualidad, nunca pensé que acabaría trabajando en esto, me maravilla. En cualquier caso ambas me parecen más oficio que arte, tienen que cumplir una función y tener una utilidad, igual da sujetar flores que iluminar un texto. No sé si eso hace más o menos difícil lo de ganarse la vida.
En 2017 publicaste Cuaderno del Prado gracias a que tu amiga Paula Fernández de Bobadilla te presentó a Jaime García-Máiquez, del Gabinete de Documentación Técnica. Háblanos un poco más de ese primer encuentro y cómo se desarrolló la propuesta. 
Yo había decidido hacer un libro así, un cuaderno de dibujos hecho dentro del museo, como si fuera un cuaderno de viaje. Mi idea era hacerlo y ya luego buscar editorial. Aunque pretendía hacerlo como visitante normal y corriente, tenía la curiosidad de ver cómo se limpia el museo. Paula me presentó a su amigo Jaime, y Jaime me presentó al conservador de dibujos y estampas del museo, al que le gustó la idea y pidió permiso al director adjunto para que me dejaran ver toda la trastienda. Y a su vez Paula decidió montar una editorial, y se ofreció a publicar este libro. Una suerte, se cruzaron varios planetas.
Ocho años después, actualizas ese libro para publicar un nuevo volumen: más ilustraciones, más obras y, como escribes, con una maqueta “más fácil de leer, lo que agradezco porque ya no veo sin gafas de cerca”. ¿Por qué ahora esta nueva edición? 
En su momento tuvo muy buena acogida, y se llegaron a hacer cuatro ediciones, pero la editorial cerró y el libro se descatalogó, como suele pasar con la mayoría de libros. Este ha renacido gracias a que mi agente literaria, Mónica Carmona, pensó que todavía le quedaba recorrido, y Lola Albornoz, la editora de Lumen, ha querido dárselo con esta nueva edición. Yo me alegro mucho porque fue mi primer libro como autora e ilustradora, le tengo especial cariño.
Por cierto, ¿cuál es tu primer recuerdo en El Prado? ¿Cómo fue esa primera vez?
Yo de pequeña vivía en Sevilla, así que la primera vez que recuerdo ir fue con dieciséis o diecisiete años. Llevaba una Nikkormat que me prestó mi padre, hice un carrete de fotos entero de los cuadros. Todavía estaba la colección de pintura del XIX en el Casón, me gustó especialmente. Volví a vivir a Madrid con veinte años y a partir de ahí ya empecé a ir mucho.
Has tenido que volver al museo para ver cómo se han reconfigurado algunas de sus salas, ver el ambiente, descubrir (o redescubrir) ciertos cuadros… Y escribes: “El museo está vivo, y los cuadros también; igual que es imposible bañarse dos veces en el mismo río, tampoco puedes ir dos veces al mismo museo”. ¿Cómo definirías actualmente tu relación con el Prado?
Lo considero ‘mi’ museo, siempre lo he considerado así. Hay otros tantos que me gustan mucho y conozco bien, como el Museo Arqueológico o el de la Real Academia de San Fernando, pero el Prado es mi favorito. Llevo quince años viviendo fuera de Madrid, así que no voy tanto como querría, pero me parece impensable no visitarlo cada vez, aunque sea un ratito.
Dices que ilustrabas rápidamente y de pie para intentar no molestar. ¿Nos podrías guiar un poco por esas sesiones dinámicas?
Dibujaba de pie porque es el punto de vista habitual. El Prado no tiene muchos bancos, lo normal es ver los cuadros de pie, y si me sentaba para dibujar, cambiaba el punto de vista, se me hacía raro.
La selección es bastante aleatoria. A veces iba buscando algo concreto, como se puede ver en las dobles que tienen perros, coronas, o zapatos. Otras veía algo irresistible, como esas tres señoras paradas delante de las Tres Gracias. Otras buscaba una obra favorita, o un ángulo bonito.
Dibujo directamente sin bocetos, así que a veces no salen bien a la primera y tengo que empezar otro, y también a veces no me gusta como queda y esos no salen de la carpeta. He dibujado mucho más de lo que se ve en el libro.
“A mí me encanta el Prado y me paso las horas que haga falta ahí dentro tan feliz, pero no me lleves a ARCO que desfallezco en diez minutos. No todo es para todo el mundo.”
En las ilustraciones incluyes comentarios que escuchabas: “no photos please”, “mira, dos iguales”, “ay, pues Felipe IV se la pasó posando”. ¿Qué es lo más sorprendente, raro o divertido que escuchaste?
Me gusta mucho cuando escucho conversaciones que no tienen nada que ver, gente que dice que hoy hay lentejas para comer, o habla de series, y luego de repente se para y comenta algo de un cuadro. Yo voy muchas veces así, es parte de la vida normal, me parece muy bonita esa mezcla de alto y bajo, la cultura como algo cotidiano.
En la intro destacas que los museos son instituciones imponentes que causan respeto. Sin embargo, escribes: “hay que darse permiso para no sufrir, y yo al Prado voy a disfrutar”. Tras tantas y tantas visitas, ¿cómo mantienes ese goce y actitud positiva?
Bueno, en esa frase me refiero a la actitud que veo en los demás. Yo creo que impone respeto por lo maravilloso que es, pero no creo que pretenda asustar ni obligar. Pero no tengo ningún mérito, a mí me encanta el Prado y me paso las horas que haga falta ahí dentro tan feliz, pero no me lleves a ARCO que desfallezco en diez minutos. No todo es para todo el mundo.
Me encanta que, aunque lo ames, también rajas de lo lindo (aunque con humor y con amor): hablas de “unos cuadros italianos bastante horrorosos” o incluso dedicas una lista llamada ‘Obras que si no fuera porque están en el Prado… pensaría una que vaya tela’. Yo creo que ayuda a la desmitificación de la institución, y me parece sano. ¿Tuviste que lucharlo mucho con la editorial y el equipo del museo, o te dieron rienda suelta?
El museo me dio permiso para dibujar dentro con acuarelas, pero no tuvo nada que ver en la edición del libro. Se lo encontraron todo como fait accompli, pero creo que entienden que el tono es familiar pero respetuoso. Mi idea original era hacer solo dibujos y comentarios de la gente; fue Paula, la editora original, la que insistió en que me lanzara a dar opiniones, y creo que tenía razón, queda más personal y más vivo así.
De hecho, el sentido del humor es algo muy importante en el libro: haces un cuaderno de artista íntimo y personal, hablando de tus gustos y experiencias, desde el humor y la sencillez. ¿Siempre tuviste claro que querías afrontarlo así?
Siempre, yo creo que hay que tomarse el trabajo en serio pero no tomarse en serio a uno mismo. Yo hablo de arte con el mismo tono y vocabulario que hablo de cualquier otra cosa. Y los gustos es parte de la reacción normal a una obra de arte, no creo que sea la única que piense ‘este cuadro no me gusta’. Como mucho seré la única inconsciente que lo diga en alto. Y en cualquier caso, lo digo sabiendo que son obras maestras y apreciando su calidad, y por supuesto con cariño y sin acritud.
Lo interesante es examinar ese ‘no me gusta’. Si lo digo del Greco, pero luego veo el Caballero de la mano en el pecho, y me gusta, y pienso que el Entierro del Conde de Orgaz también, entonces se me ocurre que quizá lo que no me gusta son los colores ácidos, el verde limón y el amarillo zinc. Y dudo si me gustan en otros cuadros, y me pongo a buscarlos por el museo, y bajo a los manieristas italianos y miro a Parmiggiano y pienso, mmm, no sé, y luego al llegar a casa miro la historia del verde limón, qué pigmento es, cuándo y dónde se empezó a usar. Y resulta que un sencillo ‘no me gusta’ me ha dado para echar una tarde muy entretenida.
Afirmas que Velázquez es tu artista favorito, al menos expuesto en el Prado, seguido de cerca por Goya. ¿Qué tienen estos autores? Y me pregunto, ¿ya lo eran antes de tus múltiples visitas, o su lugar en tu corazón ha ido ensanchándose cuanto más los veías en persona?
Velázquez siempre me ha maravillado por cómo pinta, con esa gracia y elegancia y rapidez y facilidad. Goya es casi lo contrario, es tosco, pero me fascina su manera de contar las cosas, su visión del mundo.
Los dos solo se pueden conocer bien si se ven en el Prado, porque tienen el grueso de sus obras. Y verlas en vivo no tiene nada que ver con una reproducción. Me pierdo en mirar pinceladas individuales: el borrón blanco del pincel en Las Meninas, un último brochazo en el escote de La condesa de Chichón… eso solo se puede apreciar ahí mismo.
En el libro mencionas una carta de Goya donde escribe que la pintura es “la más cercana a lo divino de todas las artes” porque “no hay reglas, ni se puede enseñar con fórmulas”. ¿Estás de acuerdo? ¿Crees que la ilustración se asemeja a la pintura también en ese aspecto?
Es una preciosidad esa carta, la escribe a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y expone que por mucha técnica que se enseñe, hay algo en la pintura que queda fuera de ese proceso, que no se puede controlar. Nunca sabes qué obra te va a quedar mejor, puedes echar horas y horas a algo que no consigues cuadrar, y de repente otro sale perfecto a la primera. Esto le pasa a cualquiera, en pintura o ilustración, pero me encanta oírlo de Goya porque él no es un técnico preciosista y se nota. Hay cuadros suyos que se ve que no le gustan ni a él, y luego de repente un dibujito a tinta viene con toda la carga de profundidad y frescura y te deja boquiabierta.
Para acabar, si pudieras hacer otro cuaderno de cualquier museo en el mundo, donde te dieran acceso privilegiado como en el Prado, ¿cuál elegirías y por qué?
Tendría que ser la National Gallery de Londres, porque es en cierto sentido el polo opuesto del Prado: es una colección enciclopédica donde se puede ver desde primitivos italianos a Van Gogh. La historia del arte de Gombrich, que leía y releía cuando estudiaba Bellas Artes en Sevilla, se basa en esa colección, también lo veo muy mío. En esa época no vivía en Madrid y no conocía bien el Prado, así que me conocía casi mejor esa colección. Ahí está el que es ‘mi cuadro favorito’, si es que tal cosa pueda existir, y pudiera estar fuera del Prado, pero si tengo que decir uno siempre digo ese: La batalla de San Romano, de Paolo Uccello.
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