Hay libros que creemos haber dejado atrás, olvidados en un cajón, pero regresan sin avisar. Con Mercè Rodoreda pasa eso: sus jardines torcidos, sus plazas inquietas, esa Barcelona que respira y esos personajes a medio camino entre la vida y el sueño siguen rondando nuestro imaginario colectivo como si nunca hubieran desaparecido. ¿Mirall trencat? ¿La plaça del Diamant? Quizá las leíste en el instituto, por obligación, o quizá te atrapó la reedición de La mort i la primavera en 2017, ese libro que la devolvió al centro. Sea como sea, entraste en un universo que ha convertido a Rodoreda en una de las autoras catalanas más universales, traducida a más de cuarenta lenguas y cuya voz sigue resonando en el presente. Ahora, el CCCB propone volver a mirarla –y mirarla mejor– desde una curiosidad más adulta y menos condicionada por lecturas heredadas.
Rodoreda, un bosque no es una exposición biográfica, sino un espacio de resonancias: un territorio donde su mirada, sus temas y sus personajes se cruzan con quienes la han leído, reinterpretado o imaginado desde otros lenguajes. Un diálogo hecho de afinidades involuntarias, de correspondencias secretas. Artistas que la han seguido de cerca y otros que nunca la leyeron pero sintonizan con su frecuencia.
Neus Penalba –ensayista, profesora universitaria y crítica literaria– ha levantado este proyecto como un bosque: con claros y sombras, con ramas que se retuercen y se tocan, con fragmentos que se enlazan sin jerarquías. El recorrido reúne más de cuatrocientas piezas (obra plástica, instalaciones, documentos, audiovisuales) que conviven, se rozan y se amplifican entre sí. En ese entramado aparecen Remedios Varo, Fina Miralles, Leonora Carrington, Dora Maar, Tura Sanglas, Marc Chagall o Man Ray, junto a voces contemporáneas que han creado obras específicas para la exposición, como Cabosanroque, Mar Arza u Oriol Vilapuig.
Un bosque que invita a desprenderse de una mirada socializada durante décadas, una mirada fijada por ciertos señores que redujeron a Rodoreda a clichés –demasiadas flores o, en el extremo contrario, demasiada oscuridad– y que la mantuvo atrapada entre polos absurdamente opuestos: inocente y cruel, luminosa y sombría, realista y fantástica. Jardín e infierno. La exposición propone mirar esa tensión sin resolverla, reconocerla como la energía que sostiene su literatura. Y quizá también abrir una pregunta para quien recorra la muestra: ¿Desde qué mirada leemos hoy a Rodoreda, y qué parte de su bosque (la luz o la sombra) seguimos sin querer atravesar?
Para entender el recorrido hay que aceptar que la exposición funciona como un bosque: no por caminos rectos, sino por ramas que se cruzan, ecos que viajan de un ámbito a otro. Rodoreda trabajó siempre con un puñado de obsesiones: la inocencia, el deseo, la guerra, la ciudad, la metamorfosis, lo invisible… que aquí aparecen desplegadas, no como temas aislados, sino como una misma respiración en distintas alturas del árbol. A partir de aquí, el paseo empieza.
“Ver el mundo con ojos de niño, en un asombro constante, no es ser ingenuo: es, quizá, la forma más seria de mirar”. Mercè Rodoreda. Así arranca el recorrido, con esa inocencia afilada que atraviesa la obra de la autora catalana. Sus narradores –cándidos incluso cuando ya han dejado atrás la juventud– no miran por desconocimiento, sino desde una claridad que todavía sabe sorprenderse. Como la Colometa, como Cecilia, como el jardinero junto al mar, sus personajes miran con una pureza que no dulcifica el mundo sino que, al contrario, vuelve más brutal la violencia, la guerra, el dolor que acecha detrás de lo cotidiano. Entrar y perderse en este bosque es aceptar este pacto: caminar con la mirada desnuda. La inocencia como resistencia en un mundo oscuro.
En este primer umbral destaca la obra fotográfica de Bego Anton, donde un cuerpo se abandona al agua y el estanque, como un espejo roto, deja ver la fragilidad de una inocencia al límite. Una escena que conecta de inmediato con Maria de Mirall trencat o con la joven de El carrer de les Camèlies, chicas que, como aquí, ya no encuentran cómo sostenerse en un mundo que pesa demasiado.
Si la inocencia abría el camino, el deseo nos empuja al territorio más profundo de Rodoreda: un lugar donde el amor no redime y el cuerpo –que sangra, desea, se rompe, insiste– se convierte en el verdadero escenario político. Su escritura desmantela sin delicadeza el romanticismo edulcorado y expone aquello que la moral patriarcal quería mantener fuera de cuadro: la primera regla vivida sin guía, la maternidad ambivalente, los abortos silenciados, la violencia sexual y el escarnio que siempre recae sobre ellas. Esa lucidez encuentra eco en la coreografía de Pina Bausch filmada por Wim Wenders, donde el deseo aparece como una fuerza contradictoria que golpea y tiembla a la vez; en la investigación de Laia Abril, que revela cómo el control sobre el cuerpo femenino persiste como un sistema estructural (legal, médico, simbólico) que decide quién puede desear y a qué coste; y en Mujer flor (Desnudo) (1969), de Remedios Varo, esa figura-bruja que encarna la potencia y el peligro que el mundo proyecta sobre las mujeres. Un deseo que incomoda. Un cuerpo que nunca ha dejado de ser vigilado.
Tras el deseo llega la guerra. Rodoreda, que vivió dos y escribió desde el exilio, no habla de héroes sino de hambre, de cuerpos que no saben cómo seguir y de pueblos que se deshacen casi en silencio. Ese temblor reaparece en Joc de nens (1936, repro. 2025), de Agustí Centelles, donde unos niños juegan a lo que pronto dejará de ser un juego; en Gueules cassées (1917–1918), de Raphaël Désiré Freida, con esos rostros que parecen preguntarse qué queda de uno después del horror; y en los Desastres de la guerra (1810–1815), de Goya, que no ofrecen consuelo porque la guerra tampoco lo da. La instalación El poble de les dotze senyoretes (2025), de Cabosanroque, y las voces de mujeres ucranianas recuerdan que la violencia continúa, que el miedo cambia de fecha pero no de forma. Aquí la guerra no glorifica nada: solo señala, con una honestidad casi incómoda, lo que se rompe y lo que aún intenta mantenerse en pie.
Después, salimos por unos momentos del bosque y entramos en la Barcelona que Rodoreda reconstruyó desde el exilio. Los entresuelos de Gràcia, los secretos del Eixample, las barracas de Montjuïc y mujeres como Cecilia C. caminan la ciudad como quien busca un lugar que ya no existe. Esa fractura –la de vivir entre la memoria y lo que la ciudad se ha convertido– dialoga con Estudo para Dois Espaços (1977), de Helena Almeida, donde el cuerpo habita dos territorios a la vez, y con las fotografías de Francesca Woodman (1975-1978), donde la figura parece desvanecerse ante un espacio que ya no reconoce. Un recorrido por una Barcelona perdida, vista desde la distancia de alguien que la ama y quiere volver sin saber si queda, realmente, un hogar al que regresar.
En Metamorfosi, la exposición se adentra en ese territorio donde Rodoreda entendió que transformarse era, para muchas mujeres, una forma silenciosa de seguir existiendo. Esa intuición atraviesa Dona-Arbre (1973), de Fina Miralles, donde la tierra se vuelve lugar de reconocimiento; la figura híbrida de Suzanne Van Damme, Oiseau-chien anthropomorphe (Femme oiseau anthropomorphe) (1944), que encarna un tránsito entre mundos; y Flower Person (1973), de Ana Mendieta, un cuerpo devuelto al paisaje como un gesto de pertenencia. Juntas, estas obras sugieren que la metamorfosis no es fuga sino posibilidad: la de imaginarse distinta incluso cuando el mundo no cambia con la misma suavidad.
En el último tramo del recorrido –ese claro del bosque donde la razón deja de orientarnos– la exposición entra en el territorio del alma: sueños, presagios, apariciones. “Aloma, què fan els àngels? —Es disfressen d’estrella”. Morirse, entonces, sería volver a ser luz. Esa intuición tan rodorediana encuentra un eco inmediato en Tura Sanglas, cuyo Múltiple ull de la nit parece registrar lo que se desplaza en la oscuridad, como si hubiera movimientos que solo existen cuando nadie los mira. A su lado, los mantones bordados de la visionaria Josefa Tolrà, creados en trance, convierten cada hilo en un gesto de escucha, una tentativa de atrapar lo que apenas roza el mundo. Y las figuras inquietantes de Leonora Carrington, mitad humanas, mitad presagio, recuerdan que lo sobrenatural no está lejos, que respira dentro de lo cotidiano con la misma naturalidad con que, en Rodoreda, lo fantástico se incrusta en lo real. El cierre no ofrece respuestas ni pretende hacerlo. Para entender la obra de Rodoreda, o el arte, o una vida, hay que aceptar aquello que insiste en escaparse del reino de lo aparentemente visible.
La exposición Rodoreda, un bosque se puede visitar hasta el 25 de mayo de 2026 en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, carrer de Montalegre 5, Barcelona.
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