El pasado miércoles, las luces del Reina Sofía se encendieron justo cuando el museo cerraba. Fuera quedaban los últimos visitantes; en la puerta, una instalación efímera en el suelo, Conchas y compás, creada por la Asociación Cunchas e Flores de Bueu, recibía a un grupo de asistentes que esperaba copa en mano, disimulando el vértigo de saberse invitado. Era una noche de cóctel e historia, Bimba y Lola celebraba su apoyo y mecenazgo a la exposición monográfica de Maruja Mallo en el museo y la escena se movía entre el glamour madrileño y un aire de reverencia silenciosa. Por allí pudimos ver a Anna Castillo, Almudena Amor, Silma López, Natalia Lacunza, Filip Custic, Nerea Pérez de las Heras, Julia de Castro, o Alejandro Palomo, entre otros, y hasta Sansano transformado en una Maruja performática que parecía haber vuelto para supervisar el evento.
La guía nos llevó por un recorrido casi ceremonial. Mientras hablaba, yo miraba los cuadros y pensaba en lo raro de ver a Mallo, que durante décadas permaneció en la sombra, recibir ahora la luz de los focos. Hay algo casi terapéutico en eso, una artista que fue silenciada, exiliada y ridiculizada, ahora respaldada por una gran marca de moda. Me hizo gracia, la mítica ‘sinsombrero’ a la que llamaban ‘maricón’, como ella misma contaba en una entrevista, ahora está irónicamente en el foco de la cultura que antes la marginaba, y aun así no ha perdido ni un ápice de su carácter desafiante.
La exposición, subtitulada Máscara y compás, y que se podrá visitar hasta el 16 de marzo de 2026, impecablemente comisariada y montada, logra que la figura de Mallo transite de ser la mítica ‘sinsombrero’ a la pionera y precursora del Surrealismo español, miembro clave de la Generación del 27 y una artista compleja, trabajadora, rigurosa, divertida y radical. Es de las recopilaciones más coherentes de la gallega, un relato que permite seguir el pulso de su vida y, con él, el del país que la expulsó. Desde Las verbenas del 27, luminosas y celebrativas, hasta las pinturas del exilio, donde la geometría sustituye al bullicio y el color se vuelve pensamiento, se despliega un arco narrativo que podría leerse como el mapa emocional del siglo XX español. En esas verbenas hay una energía casi cinematográfica, el surrealismo y los cuerpos celebrando la irrupción pública, en un momento en que la calle era todavía territorio del pueblo. Fiesta y revuelta, así Mallo convierte la alegría en política.
Después, claro, llegó la fractura. La Guerra Civil, el exilio, la desaparición del sujeto femenino como agente político. Las escuelas de mujeres se quemaron y en su lugar apareció la Sección Femenina, un desplazamiento brutal que la pintura de Mallo registra sin melodrama. Su obra se vuelve más estructural, más contenida, pero no menos emocional, el símbolo sustituye al cuerpo. En El espantapájaros, por ejemplo, hay algo de estatua y de advertencia. Esa figura quieta, medio humana, medio arquetipo, parece vigilar el paisaje devastado donde la alegría ya no es posible.
En cambio, en obras como Canto entre las espigas o La tierra y El mar, lo que aparece es una reconciliación. Lo elemental, lo cíclico, lo que sostiene incluso después del desastre. El campo ya no es pastoral, lo rural es política, la trama donde se negocian el cuerpo y la historia. No hay ingenuidad, hay memoria y método. Mallo observa la naturaleza como una estructura mental. La geometría no es frialdad, es supervivencia. Una forma de recomponer el mundo cuando la historia lo ha hecho añicos.
Mientras recorría las salas, pensaba en cómo su biografía y la de España se reflejan mutuamente, una mujer que pasa de ser sujeto a ser expulsada del relato, y que, sin embargo, deja trazado un itinerario de retorno. Mallo pinta lo que el país borró. Sus cuadros no son nostalgia sino testimonio, hablan del cuerpo, de la mirada, del trabajo y del deseo, desde un lugar que la política no supo nombrar. Y vuelvo a esa frase suya que aparece al final, en vídeo, donde Maruja recuerda cuando, junto a Margarita Manso, Lorca y Dalí, se quitaron el sombrero en la Puerta del Sol: “Nos llamaban maricones”. Lo dice con humor, con orgullo incluso. Porque eso es exactamente lo que hace su pintura: convierte la herida en emblema, la humillación en ironía, el exilio en lenguaje.
Me gusta pensar que Maruja, desde algún lugar intermedio entre el mito y el olvido, se reiría de todo esto, de los focos, de las fotos, de nuestra solemnidad. Al salir, el museo quedó en silencio, como una pista de baile abandonada, vacía pero cargada de memoria, de verbenas pasadas, de historias que no se olvidan. Salí de allí con la sensación de haber asistido a algo más que una exposición, una conversación viva con el pasado. Mallo sigue hablando y lo hace con una claridad que desarma. Su pintura es una lección de autonomía, imaginación y resistencia, un legado que persiste.
La exposición Maruja Mallo: Máscara y compás se puede visitar hasta el 16 de marzo de 2026 en el Museo Reina Sofía, Calle de Santa Isabel, 52, Madrid.






