Cincuenta años después de la muerte de Franco, mirar hacia atrás es una forma de medir todo lo que aún no hemos resuelto. En Aro Berria, Irati Gorostidi vuelve a un grupo de jóvenes que, recién salidos del franquismo, intentaron romper con el mundo tal como lo habían recibido: romper con la moral heredada, con la represión del cuerpo, con una manera de vivir que ya no les sostenía. En esa grieta histórica algunos buscaron otras formas de comunidad, de deseo, de respirar juntos.
Tras una década investigando la comunidad Arco Iris (entre archivos, testimonios y fotografías), Irati se adentra en un territorio lleno de tensiones, silencios y una energía colectiva. Aro Berria recoge las huellas de aquel intento radical de reinventarlo todo y las trae al presente, donde el cuerpo sigue siendo memoria, síntoma y pregunta abierta. Porque tal vez la pregunta siga siendo la misma: ¿de qué manera seguimos obedeciendo? ¿Y qué ocurre cuando, por fin, el cuerpo decide no hacerlo?
Bienvenida a METAL, Irati. ¿Qué tal, cómo estás?
Uf, en una vorágine total. La semana pasada estuvimos en Gijón y luego en Madrid, así que mucho movimiento. Además, la película a mí me remueve muchísimo a nivel emocional, es fuerte. La parte de mostrarla al público tiene momentos muy bonitos pero luego toca asimilar todo eso.
Con todo este movimiento alrededor de la peli, ¿cómo lo estás viviendo tú desde dentro? ¿Cómo te está atravesando la reacción del público?
Muy fascinante. Las conversaciones que se generan alrededor de la peli son increíbles, y eso me tiene contentísima. A la vez, estoy descubriendo mucho sobre la propia película y su potencial; entender estas imágenes junto al público me está llevando a lugares nuevos. Es un momento intenso, de recibir y elaborar un montón, casi como ir descubriendo de verdad de qué trata la película mientras se comparte.
Aro Berria parte de un lugar muy personal: tu familia, las fotos, la memoria de la comunidad Arco Iris. ¿Qué preguntas te movieron a empezar? ¿Cómo fue para ti entrar en ese relato?
Sabía de la existencia de la comunidad porque mis padres habían pasado por allí, pero fueron unas fotos las que realmente me activaron. Las encontré por casualidad, imágenes tomadas en uno de los cursos que ofrecía la comunidad, que en su momento se hizo muy popular porque por allí pasaron miles de personas. La gente de esa generación la recuerda muchísimo, y en la prensa de la época se hablaba un montón del Arco Iris. Tenía una dimensión enorme.
Me llamó la atención imaginar a tantos jóvenes, justo al salir de la dictadura, metiéndose en prácticas que hoy nos parecen bastante extremas. Llevar el cuerpo a otros límites, entrar en trances colectivos, buscar la catarsis, etc. Me parecía un síntoma brutal del momento histórico y de las necesidades que tenían esos jóvenes. Y ahí sentí que había algo muy revelador que valía la pena mirar de cerca.
“Hoy hay menos arrojo. Aquella generación venía de una represión tan brutal que la necesidad de romper con todo era casi desesperada. Ahora vivimos con la ilusión de libertad mientras aumentan el malestar y los problemas de salud mental.”
¿Cómo te adentraste en la investigación? ¿Qué materiales aparecieron y qué silencios encontraste?
No es fácil investigar la comunidad pero tuve la suerte de contar con fuentes muy directas, mucha gente cercana había vivido allí o pasado por sus cursos. Eso me abrió puertas que, sin esa vinculación, hubieran sido imposibles, porque casi no existe investigación posterior. Trabajé con material de la época: testimonios, prensa difícil de rastrear y, sobre todo, las publicaciones que imprimía la propia comunidad. Aunque tenían un sesgo clarísimo (eran materiales de promoción), visualmente fueron clave. Fui contrastándolo todo y así armé la base de la película.
Uno de los hallazgos más potentes fue un cortometraje del 84 rodado en Itsaso, del que llevaba años oyendo hablar y que apareció justo antes del rodaje. En general, nunca sentí que hubiera algo esencial fuera de mi alcance, solo me habría gustado hablar con algunas de las personas que impartían los cursos, pero no fue posible.
¿Cuánto tiempo te llevó todo el proceso de investigación?
Las primeras conversaciones que grabé con mi madre sobre la comunidad son de 2016, así que, si lo pienso, llevo casi diez años con esta investigación.
¿Y qué pasa cuando la película vuelve a la gente que la vivió? ¿Cómo han recibido tu mirada sobre la comunidad?
Para la gente que vivió en la comunidad no siempre es fácil relacionarse con la película. Hay personas que han confiado muchísimo en mí y otras a las que mi mirada no les encaja del todo, y lo entiendo. Es una visión muy concreta de un lugar que podría dar pie a mil películas distintas. Según desde dónde mires, la representación cambia muchísimo.
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¿Cómo encontraste el equilibrio entre todo el material que descubriste y tu propia mirada? ¿Cómo navegaste la tensión entre la comunidad real y tus propios valores?
Ese equilibrio ha sido una preocupación constante, hasta el último día de montaje. Muchas decisiones, qué dejar dentro, qué sacar, tenían que ver con eso. El equilibrio al que hemos llegado es un lugar en el que me siento muy cómoda y que soy totalmente capaz de defender. Por un lado, mi mirada hacia la comunidad es crítica; es lo que surge de la investigación y de los testimonios. No puedo idealizarla como una forma de vida ideal y utópica. Pero, por otro lado, tampoco quería caer en los prejuicios que ya existen sobre este tipo de comunidades. No me interesaba hacer una película que reforzara la idea de ‘esto no funciona’ porque eso ya lo tenemos muy asumido. Me interesaba, más bien, abrir espacio para pensar en lo comunitario sin perder la complejidad.
Al principio incluso dudé si inventarme una comunidad más ficcional e ‘ideal’, pero entendí que no era el camino; hubiera sido peligroso y poco honesto. Preferí mostrar la comunidad tal cual era y sobre todo a las personas que estaban allí con muchísimo compromiso pero también con incomodidades y tensiones internas. Esa fricción me parecía más real e interesante. Y, además, dialoga muy bien con la primera parte de la película, donde también vemos a un grupo superimplicado lidiando con tensiones internas dentro del movimiento obrero.
Eso quería preguntarte: en la película se cruzan esos dos mundos que, de entrada, parecen muy distintos. El desgaste de la fábrica y esa búsqueda casi espiritual dentro de la comunidad. ¿Cómo dialogan para ti esos dos espacios?
Para mí el punto común es el sentimiento de desencanto y esas ganas de romper con todos los mandatos tradicionales heredados del franquismo: cómo vivir, cómo relacionarse, incluso cómo entender la espiritualidad. Esa generación quiere desprenderse de todo eso y buscar nuevos horizontes, y esa pulsión es la que les acerca a la comunidad. Aunque tampoco allí encuentran exactamente lo que imaginaban desde la fábrica. Ese es, para mí, el verdadero puente entre ambos mundos.
Luego está el contraste más evidente: en la fábrica todo pasa por la palabra, la dialéctica, el debate; en la comunidad, en cambio, todo sucede desde el cuerpo y la emoción. Pero a la vez me interesaba mucho mostrar cómo se parecen. La asamblea y la carpa, si las miras bien, funcionan casi igual: muchos cuerpos interactuando en un espacio, la misma energía colectiva. De hecho, la película empezó siendo solo esas dos secuencias enfrentadas, y para mí el núcleo sigue estando ahí.
¿Qué te permite contar el cuerpo que no puede expresarse desde el discurso político o la palabra?
El cuerpo habla muchas veces en un plano que no es ideológico. En estas prácticas, las emociones que emergen no siempre coinciden con lo que tú piensas o con lo que te gustaría sentir; te muestran zonas de ti que son difíciles de mirar. Y siento que las imágenes de la película hacen algo parecido: incomodan porque no te dicen cómo posicionarte. No te guían, no te dicen si algo es erótico, sensual o perturbador, y, de pronto, te sorprende lo que te pasa por dentro.
En una asamblea es fácil identificarte, opinar, colocarte. Pero cuando ves cuerpos expresándose de forma visceral o incluso sexual de un modo nada codificado, ahí aparece otra cosa: vergüenza, asco, aprensión, deseo. Emociones muy primitivas que operan desde el inconsciente. Y eso, además, tiene todo el peso de saber que son jóvenes marcados por el franquismo, lo que suma otra capa de significado.
A mí me interesaba justamente eso, situar la película en ese terreno sensorial, donde la pregunta no es ¿qué opinas? sino ¿qué te pasa en el cuerpo cuando ves esto? Ese es el punto de partida de la película: explorar cómo te afecta físicamente lo que está ocurriendo en pantalla, incluso si te remueve hasta retorcerte en la silla.
“Se entiende el cine desde un lugar muy ideológico y muy moral, como si todas las películas tuvieran que explicar algo y llevarte a una conclusión cerrada.”
En esas prácticas casi rituales dentro de la carpa hay momentos que se sienten muy reales, como si los intérpretes dejaran de actuar. ¿Cómo trabajaste esa frontera donde la ficción se mezcla con la experiencia?
Me gusta que la audiencia se haga esa pregunta. Por eso nunca desvelo del todo cómo están hechas esas secuencias. Lo que sí puedo decir es que trabajamos con un elenco increíble, gente de la performance y de las artes escénicas, con una predisposición corporal y emocional muy fuerte. Tienen la capacidad de entrar en estados intensos y se entregaron muchísimo tanto a las prácticas como al propio ejercicio de representación. Y, sinceramente, a veces ni yo misma sé muy bien dónde está la frontera. Cuando veo las imágenes, también me pregunto qué hay de performance y qué hay de una emoción que emerge fuera del control de la persona. Lo interesante es pensar que ambas capas están ahí.
Además, estaban trabajando desde un marco muy cargado: ponerse en la piel de jóvenes nacidos y criados en el franquismo. Eso ya invoca algo. Carga el espacio y hace que el cuerpo exprese cosas que van más allá de lo personal. Para mí, lo fascinante de estas imágenes es justamente eso, que funcionan en muchos niveles y no desde un lugar dialéctico, sino desde algo mucho más físico y profundo.
Estas prácticas nacen en el postfranquismo, pero ahora vivimos en un mundo muy distinto: hiperacelerado y, en mi opinión, muy individualista. Cuando las traes al presente, ¿qué nuevas resonancias surgen? ¿Cómo crees que estos rituales dialogan con el ahora?
Tengo la sensación de que hoy nos costaría mucho más entrar en prácticas así. Investigando me di cuenta de que muchas de las dinámicas de la comunidad Arco Iris serían impensables ahora: eran muy intensas y, en cierto modo, bastante imprudentes. Se exponía a la gente a riesgos emocionales enormes sin el acompañamiento que hoy consideramos necesario. Ahora hay más conciencia y más cuidado, y eso me parece positivo.
A la vez, sí creo que hoy hay menos arrojo. Aquella generación venía de una represión tan brutal que la necesidad de romper con todo era casi desesperada. Ahora el sistema neoliberal tiene algo perverso: te da pequeñas dosis de placer o de confort que te hacen pensar ‘tampoco estoy tan mal’, y eso desactiva la voluntad de ruptura. Vivimos con la ilusión de libertad mientras aumentan el malestar y los problemas de salud mental. Es un poco como El ángel exterminador de Buñuel: creemos que podemos salir cuando queramos, que no hay nada que nos retenga, pero en realidad seguimos atrapados dentro.
Volviendo a cómo se está recibiendo la película: he leído algunos comentarios en Letterboxd y parece que hay gente que no termina de captar toda esa complejidad. ¿Te sorprende que esperen de ti un posicionamiento más explícito, más político?
Creo que tiene mucho que ver con la cultura audiovisual dominante, así que no me sorprende que la gente espere eso. Cuando haces una película, sobre todo al principio, pasas por muchos laboratorios, ayudas y procesos de financiación donde siempre te piden lo mismo: tu posicionamiento, el mensaje que quieres transmitir, qué conclusiones quieres que saque el público. Se entiende el cine desde un lugar muy ideológico y muy moral, como si todas las películas tuvieran que explicar algo y llevarte a una conclusión cerrada.
Y claro, la gente está acostumbrada a ver cine que responde a ese tipo de preguntas. Cuando se encuentran con una película que no lo hace, piensan que falta algo o que está mal. Para mí eso tiene que ver con lo didáctico que se ha vuelto el audiovisual: cada vez más películas te dicen qué tienes que pensar, con qué identificarte y qué rechazar. No hay mucho espacio para lo abierto, lo ambiguo, lo sensorial. En sitios como Letterboxd esto se ve muy claro.
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Ahora que la película ya vive en otros cuerpos, en manos del público, ¿qué pregunta se te queda a ti resonando?
Tengo mucha curiosidad por saber qué mueven estas imágenes en cada persona. Hay gente que se impacienta, que se resiste y se pregunta ¿para qué es esto?, ¿qué significa? Es normal que pase. Pero cuando alguien se deja atravesar por la experiencia, cuando algo le toca de verdad, para mí eso es muy interesante. Y esa sigue siendo mi gran curiosidad: lo que cada espectador me devuelve, lo que la película les hace sentir y cómo esas emociones se van manifestando en quienes la ven.
¿Qué reacciones te han sorprendido más hasta ahora?
Lo que más me ha sorprendido es todo lo que pasa con la parte sexual. Yo pensaba que la primera escena iba a remover más (para mí es más fuerte), pero en realidad lo que incomoda de verdad es lo sexual. Y eso me parece muy interesante porque dice mucho de cómo nos relacionamos con la representación del sexo en lo audiovisual: estamos acostumbrados a dos modelos muy marcados, o el cine de ficción homogéneo o el porno. En la peli intenté alejarme de ambos, y ahí es donde mucha gente se siente perdida o incómoda.
Lo que me fascina es la polaridad. Hay personas que lo viven como algo bello y sensible, y otras que sienten vergüenza, asco, tedio o incluso excitación. Me interesa que se atraviesen todas esas emociones porque el sexo también las contiene. Además, pensando en la comunidad, muchos de ellos venían de una represión brutal, se lanzaban a prácticas que les daban miedo, asco, pudor. Las imágenes de la película, aunque trabajadas con mucho cuidado, siguen llevando un poco de todo eso. Y esa complejidad es lo que más me ha sorprendido ver en las reacciones.
Y lo fuerte es que, casi cincuenta años después, esas imágenes siguen despertando vergüenza, pudor, asco. Las mismas sensaciones de entonces.
Seguimos sintiendo una vergüenza enorme al ver imágenes sexuales en una sala llena de gente, incluso cuando no son explícitas. Tiene que ver con que la película no te da un lugar claro desde el que mirarlas: no sabes si son eróticas, si buscan excitarte o si son directamente abyectas. No hay una guía, no hay un propósito marcado, y eso descoloca. Todo depende de lo que te provoquen a ti en ese momento, de dónde esté tu sensibilidad y de cómo te sientas viendo esas imágenes desligadas del relato, abiertas. Y eso, para mí, es fascinante: ver cómo cada persona reacciona de forma totalmente distinta.
“Lo que me fascina es la polaridad. Hay personas que lo viven como algo bello y sensible, y otras que sienten vergüenza, asco, tedio o incluso excitación. Me interesa que se atraviesen todas esas emociones porque el sexo también las contiene.”
Y para acabar, ¿tienes nuevos proyectos en mente?
Sí, pero aún no puedo decir mucho porque no sé muy bien hacia dónde va a ir. Aunque te diré que la idea lleva tiempo creciendo en paralelo a esta película.
¿Seguirás explorando la comunidad?
No, voy a cambiar muchísimo de tema. Aunque siempre hay conexiones, como lo histórico o lo generacional, el próximo proyecto no tiene nada que ver con comunidades. Pero sí vuelve a tocar lo sexual y los años 70.
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