En su paso por el Festival de Cine de Sevilla hemos tenido la fortuna de descubrir Flow, una obra que desafía las expectativas moldeadas por años de cine animado con animales parlantes que pretenden ser humanos. El letón Gints Zilbalodis rompe con esa tradición lanzándonos a un mundo donde los humanos son historia y la naturaleza reina con una majestuosidad mágica. Cannes lo aplaudió de pie, y no es para menos. Flow es una anunciación del futuro del género, una travesía inmersiva y profundamente emocional.
La trama se sitúa en un mundo posthumano donde solo queda el eco de lo que algún día fue: casas derruidas, estatuas olvidadas. La naturaleza ha tomado el control y ha creado un ecosistema pletórico. Seguimos a un gatito de ojos ámbar que deambula con curiosidad entre la vegetación y las ruinas. Todo parece tranquilo hasta que un riachuelo comienza a desbordarse, transformándose en una inundación imparable. El agua sube sin tregua mientras el gato se enfrenta a su mayor miedo en una lucha por la supervivencia.
Cuando todo parece perdido, una capibara en una barca aparece como un destello de esperanza. Así empieza un viaje de comunidad que se siente como un arca de Noé, pero sin humanos. Pronto se unen otros animales: un lémur obsesionado con acumular objetos aleatorios, un golden retriever siempre feliz pero un poco intenso, y una grulla majestuosa envuelta en un aura de misterio. A pesar de sus diferencias, la conexión entre ellos surge de manera natural y juntos se embarcan en una travesía transformadora. 
En la primera parte del filme, mi mente seguía esperando que los animales empezaran a hablar, a pesar de saber perfectamente (porque lo había leído antes) que no habría diálogo alguno. Pero ni falta que hace. El lenguaje está en los gestos y los movimientos: cada mirada del gatito protagonista, cada ronroneo, o el modo en que esconde las orejas cuentan una historia. De pronto, la comunicación no verbal, que a menudo subestimamos, te envuelve y crea una conexión emocional con el protagonista y su travesía. Esa conexión atraviesa la pantalla y te hace sufrir cada vez que el gato está en peligro. 
Es cierto que algunos comportamientos animales se ajustan ligeramente y se alejan un poco de la realidad, como cuando la capibara toma el timón del barco. Sin embargo, estos detalles no desentonan ni rompen la esencia de los personajes. Al contrario, logran un equilibrio perfecto entre lo natural y lo narrativo.
Lo que seguramente enamora de la película son los visuales: una experiencia casi hipnótica. Los escenarios creados en 3D son una auténtica maravilla, desde paradisíacos paisajes tropicales hasta fondos marinos llenos de peces de colores. Los animales, por su parte, tienen un diseño menos definido; sus texturas recuerdan a los gráficos de un videojuego de principios de los 2000. Este estilo, aunque se aleja del fotorrealismo, logra transmitir una calidez especial y despierta cierta nostalgia.
La música y el diseño sonoro no solo acompañan, sino que elevan toda la experiencia. Cada interacción entre los animales, el rugir de los árboles o el chapoteo del agua está cuidadosamente orquestada para sumergirnos (y nunca mejor dicho) en esta realidad. Sin embargo, el verdadero logro es el silencio: ese silencio que muchas veces llamamos erróneamente ‘silencio’. Aquí escuchamos lo que solemos ignorar. En este sentido, el Festival de Annecy no se equivocó al premiarla por su música, pues en Flow el sonido tiene un protagonismo tan grande como las imágenes.
Flow ha barrido festivales internacionales y ya se perfila como un candidato para los Oscar. Esta película ha resultado ser una de las grandes sorpresas del año: una declaración de la animación como experiencia emocional y una reflexión conmovedora sobre la vida y el mundo que habitamos. Es inevitable conectarla con la realidad que enfrentamos hoy, ese tema que ocupa la mente de muchos (aunque no de todos): el cambio climático. Flow nos presenta una visión alternativa, donde los animales toman el protagonismo y el apocalipsis se revela como algo estéticamente hermoso.