Vemos a la artista atravesando el pasillo de una galería de arte con andar pausado pero decidido, guiada por la melancólica música de Sebastián Quiroga hasta detenerse ante su propio retrato –una imagen que se repite en la obra de Beatriz González (Bucaramanga, Colombia, 1938): la propia artista cubriéndose el rostro con las manos como señal de anulación de la visión, de vergüenza o de impotencia ante la realidad.
Así comienza el documental Por qué llorar si ya reí, realizado por Diego García Moreno, proyectado el pasado viernes en el Auditorio Sabatini, que tuvo lugar horas después de la inauguración de la exposición en el Palacio de Velázquez del Parque del Retiro de Madrid, comisariada por Mª Inés Rodríguez y coorganizada por el Reina Sofía, junto con el CAPC Musée d’Art Contemporain de Bordeaux, que revisa su extensa trayectoria en una de las monográficas más importantes de Europa hasta el 2 de septiembre.
Aunque en el coloquio que tuvo lugar tras la proyección la artista confesaba que el título del documental le parecía un poco confuso. Después de ver la película entendemos por qué la risa ha desaparecido de su trabajo –aunque no de su rostro– al testimoniar la vida social y política de un país marcado por cincuenta años de guerras sucesivas en un contexto de violencia y corrupción que ilustra a través de la crítica sutil (tan sutil que nunca reprimieron sus denuncias) y que no busca recrearse en el suceso trágico, sino transmitir el dolor que este provoca.
Aunque en el coloquio que tuvo lugar tras la proyección la artista confesaba que el título del documental le parecía un poco confuso. Después de ver la película entendemos por qué la risa ha desaparecido de su trabajo –aunque no de su rostro– al testimoniar la vida social y política de un país marcado por cincuenta años de guerras sucesivas en un contexto de violencia y corrupción que ilustra a través de la crítica sutil (tan sutil que nunca reprimieron sus denuncias) y que no busca recrearse en el suceso trágico, sino transmitir el dolor que este provoca.
El nodo temático del documental recoge hitos históricos de la política colombiana como la quema del Palacio de Justicia, las manifestaciones violentas de las Farc, la desesperación de las víctimas o los discursos de los presidentes Betancur y Turbay, a los que ridiculiza constantemente a lo largo de su carrera en su implacable ejercicio de mostrar una crítica sagaz hacia los símbolos de poder.
Escenas muy duras que se funden con otras imágenes de transición, con más peso artístico, como el proceso de construcción de uno de los proyectos más amplios de arte público, Auras Anónimas –realizado de 2007 al 2009–, una intervención monumental. Los columbarios del Cementerio Central de Bogotá, que funciona como trama argumental del largometraje en el que la artista recupera la memoria de casi nueve mil cadáveres: a modo de lápidas, pinta en las paredes de los nichos siluetas de ‘cargueros’, aquellos soldados que cargaban muertos en plásticos, hamacas y redes, cuyas imágenes salían recurrentemente en la prensa de la época. El título hace referencia a todas esas víctimas anónimas cuyas auras flotan por todo el país: “La obra de arte debe capturar ese fantasma para que tenga vida o sentido”, dice en un momento de la conversación.
Pequeñas reproducciones de estos dibujos decoran también una cenefa de la fachada del Palacio de Velázquez donde podemos disfrutar de su obra hasta el próximo 2 de septiembre, para ya en el interior, encontrarnos con el imponente telón La móvil y cambiante naturaleza, que preside la muestra bajo la bóveda de hierro y cristal del palacio, junto a otras de sus piezas más populares como Los Suicidas del Sisga (1965).
Escenas muy duras que se funden con otras imágenes de transición, con más peso artístico, como el proceso de construcción de uno de los proyectos más amplios de arte público, Auras Anónimas –realizado de 2007 al 2009–, una intervención monumental. Los columbarios del Cementerio Central de Bogotá, que funciona como trama argumental del largometraje en el que la artista recupera la memoria de casi nueve mil cadáveres: a modo de lápidas, pinta en las paredes de los nichos siluetas de ‘cargueros’, aquellos soldados que cargaban muertos en plásticos, hamacas y redes, cuyas imágenes salían recurrentemente en la prensa de la época. El título hace referencia a todas esas víctimas anónimas cuyas auras flotan por todo el país: “La obra de arte debe capturar ese fantasma para que tenga vida o sentido”, dice en un momento de la conversación.
Pequeñas reproducciones de estos dibujos decoran también una cenefa de la fachada del Palacio de Velázquez donde podemos disfrutar de su obra hasta el próximo 2 de septiembre, para ya en el interior, encontrarnos con el imponente telón La móvil y cambiante naturaleza, que preside la muestra bajo la bóveda de hierro y cristal del palacio, junto a otras de sus piezas más populares como Los Suicidas del Sisga (1965).
Esta obra nace de una noticia que recogía la tétrica historia de dos amantes con ‘locura mística’ y que marca un hito en su pintura, ya que la artista repite y reformatea en sus series gráficas las imágenes de los diarios que recorta y colecciona, con un interés principalmente formal, de diversos hechos relacionados con crímenes, asesinatos, luchadores de gimnasios populares, anuncios publicitarios y reinas de la belleza provincianas.
Sobre Los Suicidas, Beatriz nos cuenta cómo le abrió un camino en un momento crítico en su carrera: “Yo estaba en una crisis. Parecía que no tenia ningún futuro lo que estaba haciendo y entonces sale la foto de los suicidas. La corto, ni siquiera me interesa la noticia. Yo no quería ser Botero –aunque le admiraba– y tampoco quería ser Lucy Tejada, con esa finura de la línea. Empezaba a buscar un camino que no me volviera abstracta y tampoco quería que las figuras fueran esquemáticas. Tenía claro que era figurativa. ¿Cómo hacer cosas interesantes entonces? La foto de los suicidas me abre el camino, ya que a partir de la mala calidad de la foto solucioné pictóricamente todas las dudas que yo tenía. Y ahí empecé a trabajar el color. Recuerdo una vez que un niño, al ver mis cuadros, dijo que yo pintaba cosas tristes con colores bonitos”.
Beatriz nos desarma con preconcepciones muy arraigadas en torno a lo moderno y a la práctica de los 50 con aquella plenitud de la pintura que buscaba la pureza. En su caso se produce a la inversa, ya que esa plenitud viene de la mala fotografía que le ofrece un nuevo código que empieza a desarrollar a partir del 65: la llegada de ese tipo de pintura de colores planos, fuertes, con atmósfera. “Yo me imagino el color y lo voy poniendo, rara vez uso el blanco. Nunca pensé que tendría que luchar con la clasificación que me dan de pop”, dice en alusión a la lectura que se suele hacer sobre su trabajo, relacionada con el pop de Warhol.
Sobre Los Suicidas, Beatriz nos cuenta cómo le abrió un camino en un momento crítico en su carrera: “Yo estaba en una crisis. Parecía que no tenia ningún futuro lo que estaba haciendo y entonces sale la foto de los suicidas. La corto, ni siquiera me interesa la noticia. Yo no quería ser Botero –aunque le admiraba– y tampoco quería ser Lucy Tejada, con esa finura de la línea. Empezaba a buscar un camino que no me volviera abstracta y tampoco quería que las figuras fueran esquemáticas. Tenía claro que era figurativa. ¿Cómo hacer cosas interesantes entonces? La foto de los suicidas me abre el camino, ya que a partir de la mala calidad de la foto solucioné pictóricamente todas las dudas que yo tenía. Y ahí empecé a trabajar el color. Recuerdo una vez que un niño, al ver mis cuadros, dijo que yo pintaba cosas tristes con colores bonitos”.
Beatriz nos desarma con preconcepciones muy arraigadas en torno a lo moderno y a la práctica de los 50 con aquella plenitud de la pintura que buscaba la pureza. En su caso se produce a la inversa, ya que esa plenitud viene de la mala fotografía que le ofrece un nuevo código que empieza a desarrollar a partir del 65: la llegada de ese tipo de pintura de colores planos, fuertes, con atmósfera. “Yo me imagino el color y lo voy poniendo, rara vez uso el blanco. Nunca pensé que tendría que luchar con la clasificación que me dan de pop”, dice en alusión a la lectura que se suele hacer sobre su trabajo, relacionada con el pop de Warhol.
Ese afán de clasificarla como pop tiene que ver también con su crítica hacia lo formal. La relación entre esa putrefacción de lo académico junto a la posibilidad de ver en el mal gusto, en lo menor, una verdadera historia natural de lo colombiano es otra constante de su obra, aunque como ella misma dice entre risas, “lo que nunca imaginé es que acabaría trabajando como curadora del Museo Nacional, que es una institución académica”.
Su apropiación de iconos de la historia del arte es una manera de desarmar el discurso de la propia historia del arte. Vemos cómo se aproxima a esas obras de los grandes maestros sin hacer versiones, simplemente para llamar la atención sobre la pieza en sí. Además se considera “una artista de provincia pero no provinciana”, ya que veía un cambio en el comportamiento diferente al de la gente de la capital, más formal. Al llegar a Bogotá y ver la buena educación que rayaba la hipocresía, se dio cuenta que esa manera de ser no cuadraba con lo que ella había sido educada: en la sinceridad, diciendo cosas que no se debían decir. Sobre esta fórmula de educación o lo que la sociedad considera ‘el gusto’, la antropóloga o exploradora del gusto –como también la llaman– nos cuenta que es algo que siempre le ha intrigado mucho.
Como espectadores, solemos atribuir al arte contemporáneo objetos revestidos de cierta gravedad, como de un estado contemplativo. Pero al revisar la obra de Beatriz González vemos que no pierde ese humor o empatía de diferentes apreciaciones populares del propio objeto y de la vida, ya que lo trata como mecanismo de comunicación con los elementos subversivos de lo popular. Los despoja de la vida de los propietarios en una comunicación no tan trascendental a partir de lo personal.
Su apropiación de iconos de la historia del arte es una manera de desarmar el discurso de la propia historia del arte. Vemos cómo se aproxima a esas obras de los grandes maestros sin hacer versiones, simplemente para llamar la atención sobre la pieza en sí. Además se considera “una artista de provincia pero no provinciana”, ya que veía un cambio en el comportamiento diferente al de la gente de la capital, más formal. Al llegar a Bogotá y ver la buena educación que rayaba la hipocresía, se dio cuenta que esa manera de ser no cuadraba con lo que ella había sido educada: en la sinceridad, diciendo cosas que no se debían decir. Sobre esta fórmula de educación o lo que la sociedad considera ‘el gusto’, la antropóloga o exploradora del gusto –como también la llaman– nos cuenta que es algo que siempre le ha intrigado mucho.
Como espectadores, solemos atribuir al arte contemporáneo objetos revestidos de cierta gravedad, como de un estado contemplativo. Pero al revisar la obra de Beatriz González vemos que no pierde ese humor o empatía de diferentes apreciaciones populares del propio objeto y de la vida, ya que lo trata como mecanismo de comunicación con los elementos subversivos de lo popular. Los despoja de la vida de los propietarios en una comunicación no tan trascendental a partir de lo personal.
Bajo esta premisa podemos entender la serie de muebles –camas, mesas de noche y cajoneras– que completan la exposición, realizados como soporte de sus pinturas a partir de 1970, y su preferencia por los materiales brillantes, las falsas texturas, y los adornos. “Hay un deseo de jugar con los objetos y de incrustarles la obra de arte, pero hay un juego tautológico: de la cama la cama en la cama, la mesa en la mesa. Yo insisto en que no son esculturas, sino una pintura enmarcada en un mueble”. Piezas que combinan libremente figuración y abstracción, aunque Beatriz remarca varias veces durante el coloquio que su obra es figurativa.
Otra de las piezas más llamativas de la exposición y que también explica con detalle en el documental es la cortina que realiza a partir de una fotografía de Turbay en la que aparece con una copa en la mano como una sátira hacia la familia presidencial en ese periodo suyo como “pintora de la corte” (como ella misma irónicamente se proclamó, fascinada por Goya). Una serigrafía a color sobre tela de catorce metros de ancho por tres de alto, que recoge una escena del entonces presidente con una copa en una mano y un papel en la otra, en medio de una fiesta cantando coplas mexicanas.
Beatriz se despide del auditorio con la misma sinceridad que se desprende de su obra: “Yo no soy futuróloga de mi propia obra pero donde estoy ahora estoy bien, la manera en que estoy trabajando. Sigo mi camino, captando ideas, sigo un programa de trabajo. Y cuando uno trabaja se le ocurren cosas. No sé si aparecerá el humor o no. No voy a pintar palomitas de la paz, pero sí que estoy muy expectante a ver qué va a pasar, estamos emocionados, pero veo graves peligros que amenazan con los enemigos de la paz en Colombia”.
Otra de las piezas más llamativas de la exposición y que también explica con detalle en el documental es la cortina que realiza a partir de una fotografía de Turbay en la que aparece con una copa en la mano como una sátira hacia la familia presidencial en ese periodo suyo como “pintora de la corte” (como ella misma irónicamente se proclamó, fascinada por Goya). Una serigrafía a color sobre tela de catorce metros de ancho por tres de alto, que recoge una escena del entonces presidente con una copa en una mano y un papel en la otra, en medio de una fiesta cantando coplas mexicanas.
Beatriz se despide del auditorio con la misma sinceridad que se desprende de su obra: “Yo no soy futuróloga de mi propia obra pero donde estoy ahora estoy bien, la manera en que estoy trabajando. Sigo mi camino, captando ideas, sigo un programa de trabajo. Y cuando uno trabaja se le ocurren cosas. No sé si aparecerá el humor o no. No voy a pintar palomitas de la paz, pero sí que estoy muy expectante a ver qué va a pasar, estamos emocionados, pero veo graves peligros que amenazan con los enemigos de la paz en Colombia”.
La exposición de Beatriz González durará hasta el 2 de septiembre y puede visitarse en el Palacio de Velázquez, Parque del Retiro, Paseo Venezuela, 2, Madrid.