Casi tocando el Tibidabo, donde la ciudad empieza a volverse silencio, hay una mansión catalana que parece recordar más de lo que muestra. Barcelona Pool House no se presenta como una simple apertura, sino como un nuevo gesto dentro del universo de Soho House: un lugar donde el lujo se mide en calma, conversación y luz. Para Kate Bryan, directora de arte de Soho House y curadora de la colección, la casa tiene una voz propia. “Desde la primera vez que entré, sentí que el edificio tenía personalidad”, cuenta. “La apodé The Dame (la Dama) porque tenía una energía femenina del viejo mundo, poética y un poco traviesa. Se sentía que muchas vidas habían sido vividas aquí, y vividas bien”.
Es una mansión de 1906 que se abre como un libro antiguo, con paredes que aún guardan el eco de quienes la habitaron. Restaurada con una delicadeza emocional, conserva frescos, vidrieras y mosaicos originales combinados con piezas modernistas rescatadas de París y Berlín. Nada parece nuevo y, sin embargo, todo vibra con una energía reciente. El resultado es un diálogo constante entre pasado y presente, donde cada rincón revela fragmentos de historia y cada detalle parece tener memoria. Como si el espacio te invitara a formar parte de ella, aunque solo fuera por un instante.
Desde la escalera de mármol que da la bienvenida, el espacio invita a perderse por sus rincones. En su corazón se abre The Club, dividido en seis salas y dos bares que conservan el equilibrio entre historia y vida cotidiana. El Living Room mantiene su suelo original y huele a madera antigua y cuero nuevo. Desde el Martini Bar, la piscina se adivina entre reflejos que atraviesan las cristaleras: una luz cálida que entra sin pedir permiso y se estira dorada al final de la tarde.
En la primera planta, el restaurante japonés Pen Yen rompe con la solemnidad del edificio. La cocina abierta ocupa el centro y todo sucede a la vista: el fuego, el vapor, el sonido de los cuchillos. Hay algo hipnótico en la precisión del gesto, en la calma de los cocineros que parecen coreografiar el espacio mientras preparan un hamachi con trufa yuzu o un miso black cod. Comer aquí tiene algo de observación, casi de contemplación.
En lo alto, el Soho Health Club propone otra manera de estar: más consciente, más lenta. Entre terapias, tratamientos y la rutina del gimnasio, lo que destaca no es la tecnología, sino el silencio. Desde las ventanas, el Tibidabo parece más cercano, casi al alcance de la mano. El recorrido termina en el Health Club Café, el primer espacio vegano de Soho House. Pequeño, luminoso, sin pretensiones, sirve tortitas de boniato y cafés fríos. Todo parece diseñado para no interrumpir esa calma que, poco a poco, la casa consigue contagiarte.
Quizás sea la colección de arte que recorre estos espacios la que otorga a la casa su verdadera identidad. Más de ochenta obras de treinta artistas vinculados a Barcelona acompañan el recorrido por salones, pasillos y escaleras sin imponerse, como si hubieran crecido junto a los muros. Bryan explica que desde el inicio quiso que las obras dialogaran con las decoraciones históricas, pero sin ahogarlas. “Algunas piezas parecen responder directamente a los frescos o a los mosaicos originales; otras simplemente se dejan contagiar por ellos”.
En el salón, la serie Polifilia de Eva Fàbregas, suave y casi orgánica, respira sobre los frescos y les devuelve cierta ternura, como si el pasado se moviera otra vez. Más allá, Regina Giménez, con sus geometrías contenidas y colores que remiten al Mediterráneo, traza un puente entre el orden moderno y la sensualidad del edificio. En el restaurante, un grabado de Antoni Tàpies interrumpe la calma con su gesto áspero: una presencia que recuerda que la historia del arte catalán también ha sido una historia de resistencia.
Junto a ellos, una nueva generación de artistas aporta otra energía. Bea Bonafini y Ana Monsó trabajan con el cuerpo y lo cotidiano; sus piezas introducen una ligereza que contrasta con el peso del mármol. Josep Maynou, con su humor sutil y sus ensamblajes casi domésticos, lleva la calle al interior de la casa. Cristina Stölhe añade color e intuición, una mirada fresca que equilibra la herencia monumental del lugar. 
Para Bryan, lo fascinante de curar en un espacio como este es que el arte no se contempla, se vive. “Aquí el arte convive con la gente, con la comida, con las conversaciones. No hay paredes blancas ni silencio de museo. Eso lo cambia todo”, dice. “A menudo los miembros me cuentan que tienen una pintura favorita, una obra que sienten suya. Y eso, esa conexión cotidiana con el arte, es lo que más me emociona”. Nada parece colgado al azar. Cada obra encuentra su lugar en diálogo con la arquitectura, con la luz que se filtra por las vidrieras, con las conversaciones que cruzan el club. El arte no ocupa el espacio: lo habita, lo respira, lo transforma, como también lo hacen quienes lo recorren.
En su libro How to Art, recientemente publicado, Bryan defiende una idea sencilla que atraviesa también esta casa. “El arte es para todos”, afirma. “No necesitas un título en historia del arte para disfrutar de una obra. Lo importante es la curiosidad, la experiencia directa. Me gusta pensar que en lugares como este, la gente se atreve a mirar sin miedo”.
No hay una conclusión evidente en Barcelona Pool House. Más bien una sensación: la de que el arte, la luz y el silencio han aprendido a convivir. Como si el edificio, después de tantas vidas, hubiera encontrado por fin la suya.
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