Se ha vuelto casi un lugar común hablar del arte como una forma de resistencia. Pero pocas veces se le da cuerpo real a esa idea: pocas veces una exposición consigue materializar la resistencia como algo íntimo, cotidiano, a veces precario, pero profundamente transformador. ¿Adónde irá el pájaro que no vuele? en La Casa Encendida, lo hace. Y no con discursos rimbombantes, sino con una delicadeza política que va directa al hueso.
La muestra, comisariada por Ángel Calvo Ulloa y Julia Castelló, forma parte del 25 aniversario de la convocatoria Generaciones de la Fundación Montemadrid. En vez de mirar atrás con nostalgia, los comisarios han optado por poner el foco en un eje conceptual tan amplio como preciso: la generosidad. No como gesto grandilocuente, sino como actitud. Como forma de generar.
Hay obras que lo encarnan de forma evidente, otras que lo hacen de manera más sutil. Pero en conjunto, el recorrido dibuja un mapa donde crear, colaborar y compartir siguen siendo posibles, incluso en un sistema artístico cada vez más individualista, competitivo y agotador.
Y entonces, sin previo aviso, llegas a una pieza que te desgarra el corazón; me refiero a la serie de pizarras de Marta de Gonzalo y Publio Pérez Prieto, donde se recogen frases reales de personas que abandonaron la práctica artística. “Nuestras familias no nos podían mantener”, “Recortaron las convocatorias”, “Subió el IPC”. Una tras otra, como suspiros petrificados.
Es imposible no reconocerse en alguna de ellas. Porque todas hablan de la misma herida: la de haber querido hacer y no haber podido sostenerlo. Y justo cuando parece que ya no hay salida, aparece, casi como al margen, una frase escrita en la trasera de una de las pizarras: “No dejéis de hacer”. No suena a consigna, ni a consejo paternalista. Es más bien una petición. Una última llama encendida en medio del desánimo.
La fuerza de esa pieza no está solo en lo que dice, sino en cómo lo dice. En su sencillez brutal. En su capacidad de poner palabras a lo que muchas veces no se nombra en voz alta: Crear arte duele y dejar de crearlo duele aún más.
Esta exposición está llena de esos momentos que no buscan impresionar, sino acompañar. Pedro G. Romero documenta una genealogía coral de colaboraciones, colectivos e instituciones periféricas que expanden el campo del arte más allá de los formatos habituales. Carlos Maciá reutiliza materiales descartados para construir una instalación viva, que habla tanto de ruina como de posibilidad. Susanna Inglada transforma la sala en un escenario onírico, un bosque de manos entrelazadas, donde el papel se vuelve músculo, grito, abrazo. Santiago Cirugeda reitera que lo político también se construye desde el humor y la irreverencia.
En el programa expandido, voces como Agnes Essonti o Sara Santana replantean los espacios independientes como zonas de hospitalidad, de reparación. Raúl Silva, desde La Parcería, formula las tensiones entre arte y responsabilidad con una lucidez incómoda, pero necesaria.
La exposición no idealiza la generosidad, pero tampoco la rebaja a simple estrategia institucional. Aquí hay ética, pero también afecto. Crítica, pero también calor. Y eso, en tiempos donde el arte muchas veces se vende como espectáculo o se encapsula en jerga inerte, es más raro de lo que parece.
Tal vez por eso, más allá de las obras individuales, esta exposición nos deja la certeza de que el arte colaborativo, nacido del cuidado mutuo, sigue siendo esencial. Que no todo está perdido. Que, aunque el pájaro no vuele, sigue moviéndose. Y con él, quienes aún creemos que hay otras formas de habitar el mundo.
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