El día en que conocí a El Último Vecino había un sol gélido. Quedamos en Marina (Barcelona), cerca de la playa, donde tienen un local en el que tocan, ensayan y pasan el rato. Lo que podría haber sido una tarde incómoda entre cinco desconocidos se convirtió en una tarde amena, espontánea y atípica (para mí) entre risas y cervezas placenteras. Gerard, Pol, Manel, Bernat y yo empezamos hablando sobre hacer un hit de un hit, como ocurrió con su versión de Mi chulo concebida por La Zowi, y acabamos discutiendo sobre los miedos que mueven al hombre del siglo XXI.
“Todo es pop en el fondo. Me gusta escuchar trap desde que se ha puesto de moda; yo soy de esa gente falsa que lo ha empezado a escuchar recientemente.” Gerard Alegre es un tipo directo, melancólico y descarado. Para él las letras traperas, más allá de machismo, albergan un romanticismo tan auténtico que la gente, por deje, no es capaz de apreciar. “Esta canción me entró de una forma muy triste”, confiesa. ¿Y no es eso dulcemente dramático? Según dice, elevar lo cutre y barriobajero a la canción pop perfecta es un acto bello de respeto y amor al arte. Gerard y El Último Vecino son pura poesía.

“Siempre que me han salido letras ha sido en momentos en los que me he recuperado, momentos de luz”. Sospecho que es justamente esto lo que mantiene vivo al grupo, la profundidad y la sinceridad de su talento. Un equilibrio conmovedor entre música de autor, recursos emotivos y la banda. En directo, versionan constantemente sus propias canciones, el escenario es su catarsis y su terapia en la que sentirse libres. La escena es el espacio que les otorga el virtuosismo y la esencia necesaria para seguir siendo El Último Vecino. Me hablan de ese momento con el nerviosismo y la fogosidad de un niño que estrena su bicicleta. “Diez segundos antes de salir es insoportable, siempre vomito, pero a la que pisas el escenario, pum, ya está.”
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Aprovechan para rememorar grandes momentos ‘in vivo’ que les han unido más que nunca. El directo es el contacto inmediato con el público y con el éxito. “Engancha”, dicen al unísono. Es una adrenalina infranqueable en cualquier otro contexto, les hace sentir vivos, y admito que imaginármelo también me lo hace sentir a mí. Con ruda franqueza y honradez, Manel, el batería, reconoce que quiere camerinos, fans, cervezas, hoteles y fiestas, y que es adicto a la proximidad con el público. Sí: los festivales, la grandeza de los escenarios, las luces y la pomposidad de ver un público entregado bramando tu nombre son definitivamente su fetiche. “Después de haber vivido esto es difícil no frustrase y no desvalorarlo cuando no lo tienes, hay que tocar siempre como si el escenario estuviera lleno”.

Me entusiasman la inocencia y la verdad que encuentro en todo lo que me revelan, me hace sentir humana y como en casa. Y con esta misma amistad espontánea y consolación inconsciente terminamos hablando del miedo al fracaso. “La ansiedad, el pánico, la soledad. Esto es lo que a mí me sucede. Soy parte de una generación que vive en una inestabilidad constante, que llega a los treinta y no ha cumplido con los estereotipos sociales establecidos. Aún así te sientes joven y con muchas cosas por delante, pero claro, quieras o no, esta sensación genera nervios y miedos constantes”, dice Pol Valls, a los teclados. Tratamos de encontrar la fórmula para combatir estos temores paralizantes hasta que caemos en que la clave está en, simplemente, aprender a convivir con ellos.

Hablan de su sonido. Me aclaran que antes su público era cuarentón, mayormente catapultado por nostálgicos del sonido de los 80, pero que ya están atiborrados de eso y de que los enmarquen como revivals. Intuía –y ahora compruebo– que, ciertamente, su peculiaridad buscada es esta resonancia y posado posmodernos que, actualmente, les ha entregado a un público mucho más fresco.
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Obsesión londinense. Atemporalidad. Eterna juventud. Tendencia. “Yo cambio muy rápido, salto de los 90 a los 2000 cuando me nace, a veces hasta me siento un vendido”. Su estética no es aleatoria, su cosmos se intuye y se escabulle entre el filtro de sus vídeos, sus fotos, su actitud y su apariencia. La discográfica Canada Editorial les abandera. Todo tiene sentido: el sonido, la mirada, la imagen, el pantalón. El diálogo entre disciplinas es necesario y tiene que ser una metáfora perfectamente coherente. “A mí me encantan la música y la moda, y una cosa no funciona sin la otra, es imposible”. Su obsesión estética radica en el control sobre todo y la conversación entre cada parte. “Quiero crear una marca de moda que lleve nuestras siglas, que se llame EÚV, pero que no sea una herramienta de merchandising. Quiero que alguien lleve un pañuelo nuestro y no sepa quién somos”, se arriesga Gerard con decisión. Seguro que lo conseguirá.

“Me gustaría ser una leyenda viva, quiero petarlo, pero coño, no sé cómo se hace”. Gerard, Pol, Manel y Bernat son almas encontradas en busca de la melodía utópica. Las iluminaciones repentinas fruto del sentimentalismo y de los fulminantes viajes anímicos de Gerard han marcado ese objetivo: “La canción perfecta es como el santo grial, nadie la ha encontrado, y me gustaría ser yo quien la encuentre. Cuando lo haga, aunque me digan que no es esta, yo sabré que sí. La canción perfecta es una, pero aún no sabemos cuál.”
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