¿Quién es el malo? ¿Quién es la víctima? ¿Han vivido en el infierno o en el paraíso? ¿Qué significa la vaca? Son muchas las preguntas que nos surgen al ver una película en la que nada está definido, y es que Monos, dirigida por Alejandro Landes, se plantea como una metáfora con aires de thriller psicológico sobre la adolescencia y la guerra: ocho jóvenes guerrilleros que conviven en medio de una naturaleza tan salvaje y violenta como ellos luchan por cumplir la misión que les han encomendado
Monos es la historia de un grupo de adolescentes que se enfrentan a una serie de conflictos externos –como soldados– pero también internos, como son las dudas y los anhelos propios de los 15 o 17 años. Ocho personajes adoctrinados para cumplir con una férrea tarea: cuidar de una mujer extranjera de la que no sabemos nada. No sabemos de dónde es, a qué se dedica, por qué está secuestrada. Como tampoco sabemos nada sobre la ideología que les une ni los lugares donde se desarrolla la acción: podría tratarse de cualquier grupo armado de derechas o de izquierdas y podríamos estar en cualquier lugar del mundo, montañoso y salvaje. Una confusión que nos hace sentir incómodos pero a la vez nos intriga porque cualquier cliché bélico queda anulado aquí.
“Es la primera vez que mi generación vive un proceso de paz en Colombia en un conflicto que ha durado décadas y yo nunca había visto una película de guerra que verdaderamente hablara de una forma satisfactoria de lo que pasa dentro del país”, explica Landes. “Pero también quería aprovechar esas vivencias para decir algo sobre el conflicto en general, cómo lo vivimos como especie humana no solo en Colombia, sino fuera. Y para ser más específico, creo que por lo general las películas del canon de guerra son de los grandes poderes imperiales, es decir, Francia en África, Inglaterra en la India o Estados Unidos en Vietnam. Sin embargo, para un país como Colombia, se trata de su propio punto de vista; a la vez está contado de una forma bastante alegórica puesto que, como has visto, no te da una fecha ni un lugar.”

Una indefinición que ya queda clara al comenzar nuestra entrevista, pues Alejando recalca que al ser humano le encantan los conceptos binarios, así como encasillar y poner etiquetas, y por eso Monos rompe con todo esto: hay ambigüedades tanto en lo ideológico como en lo político, lo psicológico o lo sexual, presentándonos muchos caminos que se dispersan y se abren a medida que discurre la trama.

Conocíamos a Alejandro Landes por su primer trabajo cinematográfico, Cocalero (2007), un documental sobre la campaña presidencial de Evo Morales en Bolivia, que se estrenó en el Festival de Cine de Sundance de 2007. Su segundo largometraje, Porfirio, se estrenó en el Festival de Cannes en 2011. Monos, su tercer proyecto, se estrenará en nuestras salas el próximo 21 de febrero, avalada como la película más taquillera del año en Colombia, con más de 31 premios obtenidos en festivales internacionales de todo el mundo, como el Premio Especial del Jurado en el Festival de Sundance.

Con un tratamiento atípico en este tipo de historias, la narrativa nos reta en lo conceptual y lo sensorial, sintiendo un golpe de efecto en el estómago, y tal vez por eso la crítica la ha comparado con clásicos como Apocalypse Now de Werner Herzog o de El corazón de las tinieblas de Nicolas Roeg: por la fuerza de las imágenes y los sonidos, el ritmo de la acción o su trasfondo filosófico y sociológico sobre la naturaleza del ser humano y su necesidad de organizarse como sociedad para sobrevivir.  “Mucha gente la compara con El corazón de las tinieblas, pero en este caso no son extranjeros de esta tierra, no llegan de Europa a conocer estas profundidades de la selva. Los personajes son de ahí, son de esa tierra.”

Monos es una película con mucho drama pero también tiene puntos cómicos. Toca muchos temas comunes al ser humano, y otros que ignorábamos como sociedad ajena a este tipo de confrontaciones. Y es que al final de esta distopía es inevitable la reflexión sobre ese gran problema de muchos países en conflicto, como es el uso de niños en combate, principalmente porque detrás de esos reclutamientos no deja de haber un gravísimo problema social de pobreza, educación, desigualdad y corrupción.
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¿Cuál es el origen de esta historia? ¿Por qué has querido contarla de esta forma?
En realidad he tenido varias fuentes de inspiración. Por un lado, me pasó una cosa, y es que mi primera película de ficción recae sobre los hombros de un aeropirata, Porfirio, un hombre en silla de ruedas que secuestra un avión escondiendo dos granadas en su pañal. Después de un largo proceso de casting, decidí que quien tenía que ser el protagonista era un hombre que está cumpliendo condena carcelaria en casa, así que tuve que ir a un ministerio a pedir permiso para poder filmar con este personaje.
Al llegar a este ministerio, vi que el sitio estaba repleto de chicos. Parecía un colegio, todos en zapatillas y jeans y coqueteando y jugando por los pasillos, y me pregunté, ¿qué hacen todos estos chicos aquí? Me explicaron que habían militado en los ejércitos senegaleses de Colombia, de derecha e izquierdas –algunos en ambos. Y esa noche tenían una obra de teatro. Era un programa de reinserción para volver a la vida de civil, así que les acompañé. La obra era bastante mala pero ellos fascinantes. Aquello fue un detonante de la idea.
También me pareció que funcionaba generar un juego de espejos entre la adolescencia y la guerra porque son dos momentos, uno personal y otro, digamos, social, que sirven como catalizadores a la naturaleza humana. La adolescencia es un momento de grandes contrastes, quieres pertenecer pero quieres estar solo. Creo que quieres ser amado pero a su vez quieres un cierto poder, independencia; y la guerra es algo que nos acompaña como especie desde el principio, así que ese juego entre esas dos cosas también fue algo que me llamó la atención.
Estos guerrilleros son humanizados bajo distintos rasgos psicológicos a pesar de las atrocidades que cometen. Antes comentabas que jóvenes exmilitantes hacían teatro para reinsertarse en la vida civil, lo que nos hace reflexionar en la última escena de Rambo, sobre qué va a pasar después…
Claro, es una película política, pero no política desde lo ideológico. No está tratando de dar una bandera, un apellido o un partido, sino más bien forma parte de una conversación empática. Y es una película que genera esa pregunta: ¿qué vamos a hacer con Rambo? ¿Qué va a hacer Rambo con nosotros? Es un film que, de alguna manera, interpela. Porque yo nunca filmo con mensajes sino como parte de una conversación, de algo que estoy descubriendo en el camino –y no quiero terminar en el lugar donde pensé que iba a terminar cuando empecé el proceso. Eso es lo que termina pasando en ese punto de vista muy sinuoso donde estás con distintos personajes y finalmente desertas y regresas a casa con este personaje que también rechaza cualquier concepto binario en la vida.
Cuando lo ves, ¿Rambo fue rescatado o Rambo está yendo en manos de otro grupo que lo va a encarcelar? ¿Rambo es hombre o mujer? ¿Futuro o pasado? ¿Lo que viviste es paraíso o es infierno? ¿Rambo es víctima o verdugo? Creo que siempre estamos intentando rellenar una casillita que nos separa en una cosa u otra sin explorar los matices grisáceos. Algunos personajes arrancan de víctimas y luego se vuelven victimarias y viceversa.
Creo que es una película que atenta contra esa ambigüedad, ese concepto binario, y creo que eso genera una cierta incomodidad. Por lo general, nos sentimos mucho más seguros con la clasificación, por eso estamos preguntándonos todo el día, ¿dónde vives? ¿Qué edad tienes? ¿Qué haces? Llenando un folleto porque el ser humano tiene esa tendencia a querer tener esa información concreta. Puedes estar en un grupo que no sabes si están peleando por izquierda o derecha, y en un país como Colombia, en este punto, después de sesenta años de guerra, en realidad no importa.
La vaca juega un papel simbólico en la película. ¿De qué trata?
La vaca funciona de forma alegórica pero también tiene una realidad muy concreta, y es que por lo general, los ejércitos clandestinos necesitan el apoyo de la población local para poder operar en la clandestinidad y en el territorio, así que esa vaca es parte de esa importancia militar; algo como eso implica un castigo muy severo. Y lo que es interesante de estos grupos, por lo general, es que sus códigos, sus reglas, son muy particulares, muy extrañas, y también de altísimo grado de disciplina. Creo que es un detonante muy particular porque parece algo tan banal y a su vez tan grande, y desfigura toda una pequeña sociedad que son los Monos, que es esta escuadra.
“Es una película que atenta contra la ambigüedad, ese concepto binario, y creo que eso genera una cierta incomodidad. Por lo general, nos sentimos mucho más seguros con la clasificación.”
Dentro de esa convivencia de adolescentes vemos juegos iniciáticos, ceremoniales con elementos rituales como el fuego… ¿En qué te basaste para recrear esos códigos?
Eso fue un trabajo constante de inspiración en distintos grupos armados. De derecha, de izquierda, colombianos y no colombianos. Vimos por ejemplo el uniforme que usó Rusia para incursionar en Crimea sin bandera. Pata Grande lleva puesto algo que está muy inspirado en los movimientos Rastafari rebeldes. Tienes iconografía, idiosincrasia, también de guerrilla vietnamita y colombiana. Estamos tomando distintos lugares para crear un mundo que se sostenga por sí solo.
Obviamente, por ejemplo, en Europa del Este, la película ha funcionado con mucha fuerza, ganando los mayores festivales allí, porque son lugares que conocen conflictos internos, a veces guerras civiles, porosos en distintas fronteras que apelan de distinta forma a las memorias colectivas. Pero yo creo que cualquier tribu –sea urbana o rural– en general tiene unos códigos, y los países los tienen también. Así que a todos nos parece extraño cuando estamos fuera de la tribu, pero cuando estamos dentro es algo muy natural.
Vemos que los personajes viven muchos conflictos internos a la hora de interactuar no solo con el rehén sino con el resto del grupo. Sentimos angustia, tensión, incluso rechazo. ¿Era ese tu objetivo?
Lo que queríamos generar en el espectador no era algo predeterminado. Sentí que era muy importante llevar el mundo físico al borde de lo fantástico. Sentí importante generar algo fantasmagórico, algo que también te invitaba a sonreír y tal vez a pensar en tu propia adolescencia en ese momento. Ese sueño, algo utópico de ‘me quiero ir con mis amigos a la mitad de la nada y que nadie me diga lo que tengo que hacer’, que es un sueño que todos hemos tenido en algún momento. También queríamos generar, ante todo, algo muy de la piel, del estómago. Una película que sí, tiene ideas políticas y humanas, pero que es muy sensorial, un viaje a la oscuridad de la sala de cine. Ir más a cómo se vive en los sueños que apelan a tu consciente pero también a cosas que son profundamente misteriosas. Creo que la película tiene eso.
¿De ahí vienen las comparaciones con El corazón de las tinieblas?
Son etiquetas, en realidad. Creo que cualquier texto, ya sea de Thomas Hobbes o Corazón de las tinieblas o El señor de las moscas, lo que hacen es mostrar quiénes somos como especie animal y social. En el caso de Monos, recalco el hecho de que es gente que viene de esta tierra, no como en el caso de El corazón de las tinieblas, que es gente extranjera –un extranjero buscando marfil– o de El señor de las moscas –unos chicos británicos en una isla remota. No están mirando alrededor, no son turistas; son de ahí.
Algo que también me alimentó mucho son textos verdaderos de personas en zonas de conflicto como Siria o Afganistán, que ya sea por estar en el lugar equivocado o ser periodistas o reporteros, terminaban en una situación de secuestro, que es algo que también nos acompaña desde el principio –el secuestro, los rehenes… Sí, los altos mandos negociaron ese secuestro, pero, ¿quién te cuidaba día a día? ¿Con quién era el trato diario? Muchas veces, niños.
El uso de niños en combate no es exclusivo de los ejércitos rebeldes, también lo escuchas de la guerra civil norteamericana o de las Guerras Mundiales. Inglaterra enviaba un montón de chicos de 15 años. No decían nada pero dejaban que la gente mintiera cuando se inscribía, y era muy común que nadie chequeara las identificaciones. Ver a un quinceañero en una guerra convencional o no convencional es muy común.
“La gente sigue queriendo ver películas de la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué? Porque nos dan líneas de batalla mucho más claras: quiénes son los buenos, quiénes son los malos, cómo son sus ideologías, sus uniformes o sus banderas. En cambio, la guerra, como la vivimos hoy en día, es mucho más porosa y difusa.”
Y también terrible…
Otra cosa importante para mí es que siento que la guerra se viene retratando de una forma muy antigua, ¿no? La gente sigue queriendo ver películas de la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué? Porque nos dan líneas de batalla mucho más claras: quiénes son los buenos, quiénes son los malos, cómo son sus ideologías, sus uniformes o sus banderas. En cambio, la guerra, como la vivimos hoy en día, es mucho más porosa y difusa. Las líneas de batalla son más complicadas de entender. Ves Siria o Afganistán, ¿qué significa ganar? Monos es una película de guerra en la que no ves claro qué significa ganar y no sabes de qué lado estás.
Creo que es algo mucho más común de la guerra hoy en día, que llaman ‘guerras no convencionales’. Por eso muchas veces seguimos haciendo la misma película, porque a la gente le parece cómodo ver esa línea de batalla tan claramente marcada en la arena. Aquí no lo es. Por eso arranca con ese concepto de la vaca de la organización. Cuando muere la vaca, Pata Grande quiere armar su propia organización. Rambo deserta esa organización. Y esos hilitos que quedan sueltos pueden armar su propia organización dentro de veinte años. Y ese canibalismo de organizaciones lo vemos mucho en la guerra. Particularmente hoy en día, lo vemos en las guerras de Oriente Medio.
Monos no tiene nada que ver con tus anteriores películas, Cocaleros y Porfirio.
Sin duda, no me gusta repetir lo que he hecho. Son retos distintos. La forma en la que he abordado la construcción de esta película es distinta. Sin embargo, aunque Porfirio y Monos parecen completamente distintas en superficie, en ambas hay una búsqueda de una identidad visual única, un ADN muy fuerte. Monos es una película en constante movimiento, como un río, como el agua. Tiene un punto de vista muy sinuoso.
En cambio, Porfirio es completamente distinta porque trata de un hombre en silla de ruedas, así que todo está filmado a su altura –la cámara está a un metro de altura todo el tiempo, muy rígida y estática. Ambas tienen el mismo formato anamórfico pero por razones muy distintas: una, por tratarse de grandes exteriores, y la otra, por una noción del cuerpo como la cárcel del alma. Creo que siempre busco un ADN muy particular, y eso te lleva a compartir un proceso. Sin embargo, creo que es importante no imponer un estilo de distinta temática, sino que la temática, de alguna manera, informe el estilo, que los protagonistas te digan cómo esta película ha de tener una huella propia, una huella dactilar.
El rodaje fue durísimo pero ha sido muy impresionante lo que ha pasado, no solo en el circuito de festivales sino también en la sala comercial. Se ha estrenado en más de cuarenta países y ha sido la película más taquillera de Colombia. En Inglaterra, Estados Unidos y Holanda también ha sido muy fuerte, así que vienen pasando cosas. Y no solo funciona críticamente porque el público también puede decir algo.
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