A la generación de artistas a la que pertenece Mireia Sentís les debemos que hayan explorado lenguajes y estilos propios y hayan sido fieles a una línea de experimentación que hoy está más que consolidada. Ella, que vio crecer como artistas a Gordon Matta-Clark, Yoko Ono y Charlotte Moorman, por citar solo a algunos, el pasado día 2 de marzo presentaba en La Vitrina (de la céntrica calle Carretas en Madrid) una nueva serie de fotografías que ha titulado Burlar el asfalto. El resultado de sus pesquisas observando al detalle aquello que pisamos y queda atrás.
Guiada por su curiosidad, y entiendo que por un inconformismo desacomplejado, Mireia ha forjado una trayectoria artística en la que caben la fotografía, el periodismo, la escritura y la edición. Su sonrisa abierta y franca es diamantina, y desvela una bondad que se traduce en su honestidad infinita. El juego, el valor de la palabra, la yuxtaposición de realidades complejas y la libertad como forma de vida la definen sin que podamos definirla del todo. Hija del periodista y político Carles Sentís, afirma que la única cosa que le ha ido bien en la vida es escribir. En esta entrevista comprobaremos que no es exactamente así.
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¿Por qué te llamas Mireia?
Nunca me explicaron por qué. Es un nombre muy catalán que a mis padres les gustaba, pero en aquel momento no les dejaron que fuera mi nombre oficial. Me registraron como María de la Asunción. Como nunca hice la confirmación, cuando tenía dieciséis años, mi madre decidió que me confirmaba y me cambiaron el nombre por Mireia, que es María en provenzal. Mi madre se llamaba Maria.
Los primeros años de tu infancia los pasas en París.
Sí, hasta la primera adolescencia. Íbamos a un colegio laico donde no se hablaba de religión. Convivíamos con niñas judías, protestantes y ortodoxas. Pero los domingos acudíamos a misa a la rue de la Pompe, donde iban los españoles. Allí se juntaban con el embajador, Conde de Casa Rojas, Balenciaga y otros amigos. Era más bien un acto social.
Me hablas del círculo de españoles privilegiados.
En esa época muchos españoles emigraban a Francia como obreros o habían emigrado como refugiados. Siempre se ha dicho que existen dos Españas, y yo pertenecía al bando que ganó la Guerra Civil y a una familia de economía holgada. Mi padre ejercía un trabajo deseado por él y por los años que quisiese. Mi madre nos llevaba, a mi hermana y a mí, a los desfiles de alta costura de Chanel, Balenciaga, Jacques Fath… Pero éramos conscientes de que en la ciudad también había otro tipo de inmigración española.
¿Cuándo volvéis a Catalunya?
Yo tenía unos trece años. Mis padres tardaron casi dos años más en regresar. Pero mi madre pensó que, si no enviaba a España a sus hijos, no nos adaptaríamos y nos quedaríamos demasiado atados a Francia. Y la idea en la familia era regresar. Como no podíamos incorporarnos a los estudios españoles sin más porque no leíamos ni escribíamos bien la lengua, nos instalaron en Calella de Palafrugell con una profesora particular que nos puso al día. Viviendo ahí es cuando nos arrancamos también a hablar en catalán, lengua que, a partir de entonces, fue definitivamente la familiar.
Después de ese año nos metieron, a mi hermana y a mí, en un colegio de monjas en Barcelona hasta acabar el bachillerato. El primer año estuvimos internas. Aunque eran monjas de una congregación francesa, la de la Asunción, se hablaba en castellano. Fue desde luego adentrarse en un mundo distinto para nosotras.
¿Fue tu primer contacto con la religión católica?
El primer contacto fueron las misas en París, pero sí fue la primera vez que aprendía las reglas católicas. No me atrajeron mucho, la verdad. En misa, tenía un misal en francés, y entre sus páginas ponía un libro de James Bond del mismo tamaño que el misal. Así que me encantaba ir a misa… (Risas). No tengo ningún mal recuerdo de esos tres años. Al terminar el bachillerato sabíamos que teníamos que ir a Inglaterra a aprender inglés, sí o sí. Y luego ya decidir qué hacer.
¿Qué recuerdos guardas del Oxford de finales de los años sesenta?
Llegué a Oxford con diecisiete años, así que además de aprender inglés en una academia, iba de fiesta en fiesta por todos los colleges (risas). Era la época de los Beatles y Abbey Road. Recuerdo que iba montada en una bicicleta y detrás de mí flotaba una capa a lo Beatle, negra con el cuello de terciopelo rojo y el forro de color violeta. Nos reuníamos a escuchar la música del momento en habitaciones de estudiantes universitarios. Lo recuerdo todo como una explosión de libertad.
Después te fuiste a Italia.
Yo no quería hacer una carrera de cuatro años encerrada en un aula. Preferí irme, con mi hermana, a Italia a sacar el profesorado de italiano y hacerlo a través de estudiar además literatura y arte. Estuvimos un año en Perugia y otro en Florencia, y nos lo pasamos muy bien. Estudiar era una gozada. En la universidad nos llevaban, así de un día para otro, a visitar sitios como los Uffizi. Parecía lo más natural del mundo poder entrar sin hacer colas o tener que reservar turno.
¡También quisiste ser actriz!
En Barcelona, tenía los amigos de Diagonal hacia arriba, con los que iba a esquiar, pero entrar a estudiar en la escuela de teatro Adrià Gual me abrió un panorama muy diferente, muy interesante. Tuve a Maria Aurèlia Capmany y a Ricard Salvat como profesores. Aquella experiencia fue importante para mí, pero no lo suficiente como para abandonar la idea de irme a los Estados Unidos.
¿Por qué fue importante?
Me abrió el mundo de la gente de izquierdas, de jóvenes intelectuales, de la literatura catalana. Conocí otra Barcelona. Yo venía de una familia muy abierta, donde se leía mucho, y a pesar de que nos dieron una educación humanista, la familia siempre te condiciona en exceso. Me atraía la actuación, pensé que quería ser actriz. Llegué a hacer un papel en una función para niños en el teatro Romea; una adaptación de El círculo de tiza, de Bertolt Brecht. Pero yo veía que aquella carrera sería muy lenta.
Poco después, decides irte a Nueva York. ¿Fue una decisión propia?
Absolutamente. Éramos una familia muy unida pero cada uno hacía lo que escogía hacer.
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¿La dictadura te pesaba como para irte de España?
A mí no, francamente. No crecí en el franquismo. Me crie fuera. Y mi padre, que se adaptó a las circunstancias, no era franquista. Cuando leo ciertas cosas sobre él, me quedo pasmada. Era el padre más abierto y compañero que hubiera podido tener. Todo le interesaba, juzgaba muy poco y no interfería en tu vida.
¿Qué te atraía de los Estados Unidos?
En casa se recibía el Time Magazine, el Newsweek… y ahí leía sobre todo el movimiento hippy que me atraía. Aunque viví en un ambiente muy propicio, donde los padres pagaban los estudios que escogieras, quería vivir por mi cuenta, saber qué quería de verdad, encontrar mi camino, ver cómo me ganaría la vida por mí misma. Entonces no existía la enorme preocupación que hay ahora por encontrar un lugar donde vivir. En esa época dabas por sentado que algún sitio encontrarías tuvieras los ingresos que tuvieras.
¿Cómo recuerdas tu primera impresión al pisar suelo estadounidense?
Me sentí en casa. Llegué sin saber dónde dormiría la primera noche. Tenía veintitrés años. Solo tenía la dirección y teléfono de un amigo de José Navarro, un pintor amigo mío. Pero un par de años antes había estado, junto a mi familia, en casa del fotógrafo y dibujante Carles Fontserè, que después de exiliarse en Francia y pasar por México, se había instalado, hacía muchos años, en Nueva York. Vivía en SoHo, y cuando fuimos a visitarlo, me dije, yo soy de aquí. Pero volvamos a mi primer día de llegada.
Desde una cabina del aeropuerto, telefoneé al amigo de Navarro con la intención de preguntarle por algún hotelito y resulta que me ofreció quedarme en su apartamento hasta que encontrara trabajo. Así que, aunque llegué con un poco de susto, tuve una suerte increíble. Iba con la intención de trabajar en la ONU, puesto que lo que podía ofrecer eran lenguas. Pasé los exámenes y encontré una vivienda muy precaria en el SoHo. Cuando me visitó mi madre, que era muy elegante, dijo: “sarna amb gust, no pica” (risas).
La ONU y el SoHo eran dos mundos paralelos. ¿Convivías bien con ambas realidades?
Sí. Me iba a trabajar a la ONU muy pronto, y cuando regresaba por la tarde me encontraba con mis amigos artistas. Enseguida supe que había encontrado a mi gente. El SoHo era un barrio de artistas incipientes. Formaban colectivos para crear galerías donde trabajaban de noche. En la ONU trabajaba en la Reference Section, una sección dentro del departamento de traducción. Aunque supongo que hubiese podido hacer carrera en ese organismo y era un mundo que conocía bien –mi familia se movía en el medio diplomático–, no me interesaba lo suficiente. Ya me decantaba hacia el mundo del arte. Nueva York, para mí, no fueron simplemente los años 70, aunque sobre ellos escribí mi primer libro, Al límite del juego, sino que ha sido mi casa, o mi otra casa, desde entonces y hasta el 2020. Con el Covid perdí mi casa y ahora me da pereza ir.
¿Cómo os agrupasteis un grupo de jóvenes catalanes que llegabais a Nueva York a la aventura?
Los domingos, los Fontserè organizaban comidas con otros catalanes. Me invitaron a comer una paella, y ahí es donde conocí a Antoni Muntadas. Al principio me miraban un poco de lado porque ellos venían de un ambiente de ‘esquerrotes’.  Enseguida llegó mi hermana Marta. Miralda y Zush, un poco después. Vivíamos todos en el SoHo, donde las exposiciones eran en las casas de los artistas y abiertas al público. No había galerías comerciales; no teníamos dinero. Pero podías ver todo lo que se hacía en el barrio. Luego se sumaron Jaume Ollé, Bibi Escalas, Robert Llimós… el grupo se iba ampliando.
Constituisteis el grupo de artistas conocido como los Karamazoff.
¡‘Conocido’ suena a mucho! El ‘grupo’ se formó de forma espontánea. De hecho, cada uno llevaba su vida, pero como la mayoría de cosas ocurrían en el barrio, era fácil encontrarse y colaborar los unos con los otros. Y las reuniones festivas eran frecuentes. Cuando algunos regresaron a Barcelona, se me ocurrió que teníamos que seguir siendo un grupo a lo ‘todos para uno y uno para todos’.  Y salió ese nombre. Era una broma, un sello de amistad.
Mis padres habían estado en la Casa Blanca y trajeron unos papeles de carta con el membrete del lugar, así que me hice con uno, firmamos nuestra amistad, nos fuimos a cenar y tiramos los vasos hacia atrás. Así quedó la cosa. Un ‘juramento’ que nadie hemos cumplido (risas). Muchos años después, Juan Gamero y Carmen Rodríguez filmaron un documental titulado Los Karamazoff: A Walk on the Soho Years, y eso ha hecho que parezca que éramos un grupo muy consolidado, pero todo era muy laxo.
Tengo la impresión de que no has tenido que hacer las paces con nadie.
Es que no me he enemistado en serio con nadie, o casi (risas). Quizá porque todo lo que hago he escogido hacerlo, y al no quedarte en sitios que no te interesan, no das pie a muchas peleas. Yo quería ser artista, y en el fondo es lo que soy. Pero de forma peculiar, porque abarco cosas que quizá no se catalogan como arte. Cuando cerró mi galería, la añorada Moriarty, no he buscado otra. Ellos comprendían todas las facetas que cultivo. No he vuelto a tener galería, no soy un producto para ellas. No produzco obra regularmente, ya que me he dedicado a varios campos. En este momento, además de escribir, edito. Pero la foto siempre está de fondo.
Algunos lectores recordaran tu faceta televisiva. ¿Tú cómo la recuerdas?
En 1977 visité Barcelona después de cinco años de total ausencia. Había estudiado como hacer televisión en una escuela de NY, y vi que había un programa que se llamaba Tot art en TVE Catalunya. Se me ocurrió que podía ser interesante proponerles material de lo que hacían los artistas catalanes en Nueva York. Visto retrospectivamente, es en ese momento cuando empiezo a grabar lo que hacen otras personas y a hacer de periodista.
Pero no fue muy bien: el programa no entendía los contenidos que les mandaba y me di cuenta de que en televisión puedes hablar de arte, pero no lo puedes hacer. En vez de ‘contar’ lo que hacían los artistas, les di la cámara para que cada uno hiciera una pieza original. Y a Tot art le resultó demasiado extraño. Así que hice unas cuantas cosas más dentro del canon y fui pasando de programa en programa haciendo cada vez un poco más lo que quería hacer.
Hasta que diriges, escribes los guiones y presentas mi añorado Dos en raya.
Con el programa Dos en raya pasó algo parecido. Los directivos lo encontraban rarillo. En realidad me lo aceptaron porque les falló otro programa. Y yo llevaba ya seis años trabajando en televisión y sabían que era resolutiva. Así que me dieron un mes y medio para organizarlo todo. Me rodeé de gente con la que ya había trabajado y con la cual me avenía mucho, como Juan Gamero o José Luis Giménez-Frontín, y resultó una bonita experiencia que duró lo que duró. Un año, creo recordar.
Un formato muy revolucionario en aquel momento.
Por eso lo encontraban raro. Cada entrega semanal trataba un tema interesante, y el producto final se dividía en dos partes. Primero se hacía una entrevista a solas con los dos personajes escogidos para cada entrega. Esas entrevistas versaban sobre la trayectoria intelectual de cada uno. Yo tengo claro que en general hablamos de nuestras cosas, profesionales o privadas, serias o no, en cualquier sitio: mientras vamos al mercado, paseando, en la piscina o en la peluquería. Situaciones cotidianas pero que resultaban diferentes a las entrevistas usuales en televisión.
La segunda parte, ya cuando el espectador conocía de cerca a los invitados, se les reunía en el plató, cara a cara, para hablar del tema. Aunque ningún invitado rehusó venir al programa, la dirección no quiso que continuara. Luego me propusieron otras cosas que no me interesaban para nada y no aceptaron un par de ideas que propuse. Así que dejé la televisión. Tengo la suerte de no ser adicta a la fama.
“Quería ser artista, y en el fondo es lo que soy. Pero de forma peculiar, porque abarco cosas que quizá no se catalogan como arte.”
En uno de los programas invitaste a Francesc Català Roca y a un joven Xavier Guardans. Català le reprocha a Guardans que pinte con la cámara, cosa que él no hacía, ya que concibe la fotografía como un medio para congelar un momento preciso de la acción. ¿Se podría decir lo mismo de tus trabajos fotográficos?
Desde luego, no fotografío lo que pasa, como Català. Ni tengo una preocupación tan estética como Guardans. Supongo que se puede decir que mi trabajo es conceptual, pues parte de una idea para la cual busco las imágenes, no al revés. Mi hermana Marta, por ejemplo, fotografía –o fotografió, pues más o menos lo ha dejado– lo que vive. Yo hago fotos de lo que al principio no veo, puesto que es una idea, y que luego sí veo. La diferencia quizá radica en que Català era fotógrafo-fotógrafo y yo soy fotógrafo-artista. Aunque ellos también son artistas, lo digo así para que me entiendas.
¿En qué momento sientes la necesidad de expresarte artísticamente?
Aprendí a hacer fotos en Nueva York con el fin de presentar el trabajo de algunos artistas no bien recibidos entonces en las galerías: hispanos, afroamericanos, etc. Preparábamos un portfolio y yo lo presentaba.
¡Hacías de marchand!
¡Sí! (Risas). Pero sin ningún éxito. Después de la ONU me dediqué ya únicamente al asunto de la rama artística. En cuanto a la foto, cogí un trabajo en una casa de retoque de fotos de publicidad. Ahora eso se hace digitalmente pero entonces era manual. Yo llevaba el laboratorio. Pasé de tener un sueldo bastante bueno a tener el más bajo entonces: cuatro dólares la hora. Pero aprendí muchísimo de revelado. Un amigo puertorriqueño que trabajaba en ese sitio me enseñó todo.
El atractivo es que me dejaban las llaves del laboratorio y, los fines de semana, nos encerrábamos a probar todo tipo de cosas. La primera vez que hice ‘foto artística’ fue más tarde, al principio de mis años de televisión, después de que me pararan por la calle para felicitarme por una entrevista. Pregunté por qué le había gustado, y el señor me dijo que llevaba un vestido rojo que me quedaba muy bien, pero no recordaba la entrevista. De ahí, de esa frustración, hice mi primera serie de fotos. La idea era explorar qué ve el espectador cuando mira la tele. El resultado fue Prime Time.
¿Cuándo empiezas a conectar con las comunidades afroamericanas?
A conectar, desde mi llegada. La ONU era un lugar de trabajo de gente muy diversa. El detonante de que me pusiera a estudiar su historia fue después, al leer un libro de Toni Morrison. Me di cuenta de que no conocía la historia de una comunidad fundamental en los Estados Unidos. Eso fue mucho tiempo después, a principio de los 90, cuando me instalé en Los Ángeles. Después de escribir para El País desde Nueva York, y pasar dos años en Madrid trabajando en la revista El Europeo, dirigida por Borja Casani, tenía intención de seguir con El País desde Los Ángeles. En El Europeo conocí a José Luis Gallero y juntos nos fuimos allí.
En ese trimestral había escrito lo que realmente quería sin tener en cuenta la actualidad o la extensión del escrito, y de ahí salió mi primer libro. Cuando en Los Ángeles intenté volver a escribir sobre lo que ya había hecho antes, me di cuenta de que mis días de periodismo muy activo tocaban a su fin. Supongo que el ritmo de trabajo de José Luis, que es escritor, poeta y editor me influyó. Lo tomé con calma. Me puse a leer. Frecuentábamos una librería de segunda mano de West Hollywood, el barrio en el que vivíamos, donde existía una sección muy extensa de African American Literature. ¡Eso era un campo desconocido! Me hice con el de Toni Morrison y así empezó todo.
Muy pronto me entró el impulso de conocer a los artistas e intelectuales que más me iban interesando. Y la excusa fue escribir un libro. Fue muy difícil, porque en aquel entonces todo se hacía por fax o teléfono, pero al final salió bien. El libro, titulado  En el pico del águila, se editó en Ardora Ediciones, que ya había publicado el primero. Cuando te metes en algo tan fundamental, tan local y tan internacional a la vez, como son las llamadas ‘minorías’ con sus migraciones externas, pero también internas, el tema te atrapa.
¿Cuál ha sido la influencia real de las comunidades afroamericanas en la cultura de los Estados Unidos?
A partir de los años 60, después del Movimiento por los Derechos Civiles, se logró crear cátedras de estudios afroamericanos, la primera en 1968. Con esto, aunque la cultura existía, pusieron un pie para que se pudiera estudiar y para hacerla muy visible. Multitud de profesores, catedráticos, escritores y periodistas daban a conocer su propia historia y cultura. Cuando empiezo a investigar, todo esto ya existe.
No cabe duda de que la cultura negra en los Estados Unidos es la más autóctona, porque todo lo demás tiene su raíz en Europa, sobre todo en Inglaterra. Lo más americano es lo negro. La cultura indígena, la verdaderamente originaria, fue prácticamente aniquilada y, aunque cada vez se recupera más y se estudia más su influencia, la música que consideramos más norteamericana es la negra, el estilo del deporte es negro… Allí han estado ellos desde los albores de la colonización. En realidad, lo más interesante es ver el mundo desde el punto de vista de los que no manejan el poder. Tienen una moral y un sentido de la justicia que todavía no se han corrompido.
Ni son tan decadentes…
Exacto. Pero aparte de eso, conecto con su sentido del humor. El anglosajón es más frío. La mayoría de mis mejores amigos han sido judíos estadounidenses, hispanos y negros. Las minorías son las que más trabajo tienen para sobrevivir. A mí eso me admira. Para mí han constituido parte importante de mi aprendizaje de la vida norteamericana. Finalmente son los que llevan el ‘sueño americano’ hacia adelante, puesto que este se basa en la igualdad y felicidad para todos. Y como no es así, ellos no paran de reclamarlo.
¿Por qué hay que seguir leyendo a Angela Davis?
Porque hemos ido para atrás, y porque todo lo que dice sirve para ahora mismo. Cada vez que hay un adelanto en los derechos afroamericanos, se produce un nuevo cataclismo y hay un retroceso. Después de la Reconstruction vino el Ku Klux Klan, y después de Obama vino Trump. El movimiento Black Lives Matter tiene a Angela Davis como faro, y también a la activista Ella Baker, anterior a la Davis. Baker es uno de los personajes analizados en nuestro último libro, Fuego profético negro, escrito por Cornel West, que actualmente se presenta a las elecciones norteamericanas. ¿Pero me preguntas por qué? Pues porque las luchas no terminan nunca. El mundo es así. Sería como preguntarse por qué leer ahora a Kant.
La colección de libros BAAM la iniciaste en el 2011 y no tiene fecha de caducidad. Estás totalmente implicada, pero la fotografía no la abandonas nunca.
Sí, uno hace varias cosas a la vez. La foto para mí reemplaza la poesía que cultivan ciertos escritores. El 2 de marzo inauguré una pequeña exposición en La Vitrina de Madrid. Una serie que se titula Burlar el asfalto. Cuarenta fotos hechas con la cámara que, como muchos ya, utilizo últimamente: el teléfono móvil.
En cuanto a la colección BAAM, forma parte de la editorial Ediciones del Oriente y del Mediterráneo. Publicamos ensayos nunca traducidos antes de autores afro-estadounidenses. Aunque ya nos estamos abriendo un poco. Esta colección me ha puesto en contacto con muchos afro-españoles. Una joven generación muy brillante con la que aprendo mucho y empiezo a colaborar en algún proyecto.
Explícame cómo piensas en una serie.
Generalmente parto de una idea. Por ejemplo, la serie Castillos de Castilla surgió de la frase dicha por los franceses ‘faire des chateaux en Espagne’, que es como decir, ‘hacer castillos en el aire’. ¡Como si no hubiera castillos en España! Al irme a vivir a Castilla decidí hacer una serie que demostrara lo contrario. Pero mientras fotografiaba el primer castillo me invadió el aburrimiento, pues las fotos resultaban convencionales. Sin embargo, mientras viajaba me iba quejando de las numerosas construcciones industriales que afeaban el paisaje. Al fijarme tanto en ellas las empecé a ver como castillos.
Otra serie se titula Palabras. Esa surgió porque me interesó ver como podría fotografiar una palabra. Inicié la serie pidiendo palabras a amigos sin que supieran para qué las utilizaría. Contexto, bicicleta, abracadabra… y yo buscaba con qué imagen plasmarlas.
¿Qué ocurrió para que surgiera la serie Burlar el asfalto?
Un día estaba presentando el documental en Argel, y en el suelo vi una cosa preciosa. Le hice una foto. Otro día, en el pueblo de Titulcia, me pasó lo mismo. Empecé a buscar esos pequeños tesoros en el asfalto en los cuales nunca había reparado. He aprendido hasta a ver jardines en el asfalto. Solo me interesa aprender a ver.
“Supongo que se puede decir que mi trabajo es conceptual, pues parte de una idea para la cual busco las imágenes, no al revés.”
La poesía también es importante en tu vida. En un artículo decías que cada época tiene su poesía y que cada poesía trasciende a su época.
Entre mis amigos abundan los poetas, pero yo no lo soy y nunca he intentado escribirla. Le tengo mucho respeto. Sin embargo, me gusta encabezar mis escritos con alguna frase poética. La buena poesía funciona como un despertador.
La serie de las joyas, es pura poesía visual.
Bueno, ¡soy artista! Tengo un ojo educado, una mente que intenta estar atenta y una atracción hacia la belleza. Pero sale lo que sale. Esa serie la hice como una forma de reflexionar sobre el poder, el sexo, y la publicidad.
Es como si te sintieras atraída hacia lo desconocido, hacia aquello que quieres conocer sin saber muy bien por qué. Hasta que llegas. ¿Sería este tu propio método para la fotografía?
Sí. Y cuando ya tengo pillada la solución, acaba la serie. Pero es así en todo. Cuando lo comprendo bien, cuando lo hago bien, tengo que seguir. En la ONU conseguí plaza fija, pero después de año y medio de trabajar ahí, me fui. Lo fijo te fija, ya lo dice la palabra. Yo no puedo fotografiar castillos toda mi vida. Y la serie del asfalto, la doy por terminada.
¿Pero te deja vivir tranquila? Muchos artistas viven muy torturados por su obra.
Bueno… Soy más torturada de lo que parece, pero una viene torturada de casa. ¡Soy educada! (Risas). Lo paso mal, sobre todo cuando escribo, porque soy insegura. Me digo que tengo que ser muy buena y no lo logro. Algo así… (Risas). ¿Por qué pues hacer cosas que te cuestan? Es muy difícil saberlo. Vas a donde te llevan tu cabeza y tu cuerpo.
Pero tú te lo permites. Algunos se autocensuran.
¿Para qué hacen arte? El rol del artista es permitírselo e indagar lo que la mente pide, sin tener barreras de ningún tipo. Por eso yo no podría estar en una galería en la que me pidieran obra regularmente. Puede estar bien para quien produzca sin parar, pero eso no es lo mío. Hay muchos tipos de artistas.
¿Qué relación has tenido con el poder?
No tengo relación. Me interesan más los lugares que dan comienzo a las cosas. Nunca me ha interesado tenerlo. Pero ni lo había pensado, es la primera vez que me lo preguntan. No se necesita el poder para hacer cosas. En todo caso, necesitas tener poder de persuasión (risas). Aunque no seas ‘nadie’, si propones algo interesante sueles encontrar salida a las cosas. La gente no es tonta. El que tenga poder y se lo crea, va por mal camino. El día que no lo tenga lo pasará mal.
¿Tienes una visión irónica sobre la vida?
Lo intento. Es el arma de supervivencia más importante. El humor y la ironía relativizan la existencia, hace que pongas las cosas en su sitio. Sin embargo, y llevándolo al terreno artístico, no está muy valorado entre los críticos de arte. Pero sin humor no es fácil exponerte. Un artista no puede controlar lo que la gente percibe, y la aprobación de los demás no tendría que influir. ¿Que no me gusta? Mentira. La aprobación siempre agrada. ¿Que haré algo para obtenerla? No. Escribir, hacer fotos y que te publiquen o te expongan, ¡ya es una aprobación! He de confesar que no puedo soportar que lo que hago se quede en un cajón.
¿Sientes la necesidad de escribir?
Escribo más para entender, para organizar los datos dispersos que se tienen en la mente, que por el escribir en sí. Y luego siento necesidad de compartirlo. No sé si eso es ser escritora. Quizá las escritoras o escritores tienen más necesidad interna y se deleitan, les interesa más el lenguaje escrito en sí.
¿Cómo valoras la omnipresencia del audiovisual en nuestras vidas a través del móvil?
Veo que nunca desconectamos. Esta hiperconexión resulta ser un lastre. Desconectar es importante para formular pensamientos propios, para vivir y perderse en otros lugares, en otras culturas. Antes se podía viajar y únicamente vivir y sentir la experiencia. Una experiencia que te cambiaba, te enriquecía. Ahora parece que se viaja a sitios ya vistos y revistos virtualmente para poder dar fe de que allí se estuvo. Pero es un tema muy complejo. Por un lado nos facilita muchas cosas, por otro nos resta libertad tanto intelectual como física, pues siempre habrá alguien que sepa donde estamos. Pero la conexión ya no desaparecerá y cada uno tendrá que negociar con ella, encontrar fórmulas personalizadas.
¿Hemos llegado a un punto de alienación total en el que las masas ya ni siquiera se plantean si quieren ser libres?
Las masas no han sido nunca libres, empecemos por ahí. De todos modos, siempre habrá una minoría que llegará a atisbarla. No soy tan pesimista.
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¿Eres nostálgica?
No lo soy mucho, quizá porque cuando te han sacado de tantos lugares, te has movido de un lugar a otro en la infancia y adolescencia, no sientes eso de las raíces. Siento una fidelidad a mis padres, a la familia y a algunos amigos. Pero no mucho a lugares. En Madrid, una vez me dijeron, eres la persona más catalana que conozco y la que menos lo reivindica. Pues eso: soy muy catalana, tengo ocho apellidos catalanes. Em sé catalana. Pero sentirlo, sentirlo… Me adapto, me mimetizo con el lugar  donde estoy. Siempre estaré donde el aprendizaje se pueda desarrollar y me den posibilidades de hacer las cosas que quiero hacer. Tengo algún momento de nostalgia, como todo el mundo, pero me interesa más lo que estoy elaborando que lo que ya ha pasado.
¿Estamos asistiendo al final de una época?
Es el final de una generación. Mi abuela decía, este mundo ya no es para mí. Que Dios se me lleve pronto. Pero cada generación tiene su final, que es el final de su época. Siempre es el final de alguna época. Y cada generación sentirá lo mismo.
¿Cómo se soporta? En el fondo es el principio de la despedida.
Pensando que es natural. En el fondo te entrenas toda la vida. Primero muere la yaya que te hacía reír, después muere la prima hermana de sobredosis, después el tío que te llamaba Mireio, mi nombre en provenzal… Es un entreno a pequeños pasos. Si no vas aprendiendo la lección… Después llega la muerte de los padres, que, sobre todo si han sido amigos tuyos, es un hecho crucial. Te vas haciendo a los shocks que cada vez son más frecuentes. Desaparecen tus amigos y después desapareces tú.
¿Qué recogiste de la generación que te precedió?
No somos más que el resultado del pasado. Está claro que por eso me interesa el pasado, porque vengo de todo eso. El conocimiento se basa en saber qué hicieron las generaciones anteriores. Tienes que verte como parte de un engranaje.
¿No crees que el discurso actual es más bien lo contrario? Nos dicen que tenemos que ser nuestro propio producto, en base a lo que quieres ser, no tanto en lo que ya eres.
Construir la identidad se va haciendo a lo largo del camino. Sobre la Guerra Civil, por ejemplo, yo he aprendido hace poco, y porque tengo una casita encima del Jarama. En casa no se hablaba de la Guerra Civil. Sí sabía que madre la pasó fuera de España, y que padre fue soldado. Quiero decir que las generaciones anteriores no siempre tienen ganas de hablar de lo que pasaron y uno no se interesa en ellas hasta que se hace mayor. Antes se está muy ocupado en saber quién eres, qué vas a hacer, cómo saldrás adelante mental o económicamente. Es bueno saber cómo salió adelante tu abuelo, pero la red que tú tendrás que crear será nueva.
Los cambios cada vez son mayores entre generación y generación. Mi generación fue la de la píldora. Lo cambió todo y creó una moral distinta. Con el tiempo, no cambian solamente las costumbres, también cambia la moral. Los mayores somos un referente que puede interesar a posteriori. Veo normal que los chicos y chicas de veinticinco o treinta años no piensen en las consecuencias del franquismo.
¿Qué valor le das a la palabra?
Sin palabras no hay pensamiento. Son tan importantes, que cuanto mejor hables, más y mejor pensarás. Cuanto más lees y escribes, más te formas una opinión. Te ayuda a acercarte a ti, que no deja de ser lo que buscamos, cada uno a su manera. Y si, por ejemplo, tienes conciencia política, la sabrás formular. Es el todo. La civilización es la palabra. Más que la imagen.
¿Por eso has creado la Biblioteca Afroamericana de Madrid?
Eso no fue algo planeado desde el principio, sino que fue surgiendo. Tenía/tengo una importante cantidad de libros y recortes de lo que he estudiado sobre lo afro-estodounidense que se va ampliando. En un momento dado pensé que sería interesante no tenerla para mí sola.  Como no hay nada similar, podía ser una buena idea abrirla al público by appointment. A ella acude, de vez en cuando, gente que quiere información para algún trabajo que tiene en curso. Periodistas, artistas, universitarios, estudiantes que están preparando el TFG, etc. De BAAM han surgido diferentes proyectos como, por ejemplo, el documental Héroes invisibles, de Alfonso Domingo, Jordi Torrent y yo misma, que parte del libro De Misisipi a Madrid traducido en la colección BAAM y que versa sobre el contingente negro dentro de la Brigada Lincoln.
¿Por qué engancha tanto la cultura afroamericana?
Bueno, me engancha a mí. Cuanto más se sabe de una cosa, más se quiere saber. Así funcionan los estudiosos, los historiadores, los curiosos. En todo caso, es una historia de migración. Y eso atañe a todos los países, a todos los pueblos. Somos todos el resultado de migraciones y cada vez lo seremos más. Y es interesante conocer como se llega a un país, que se preserva de una cultura y al mismo tiempo que se adopta de la nueva. Como se lidia con la dificultad de adaptación a una sociedad que te desprecia al mismo tiempo que te necesita. Es una mirada al futuro y al pasado, porque todos somos fruto de esos movimientos.
Toda sociedad, hablemos de la española por ejemplo, tiene que aceptar que sus hijos tengan hijos con los nuevo llegados y que esos niños serán tan españoles como el que más. Pero es que eso de ser puramente ‘españoles’ es una ficción, porque los españoles son fruto de importantes migraciones. Si no aceptamos esto como sociedad, nos estrellaremos. Los movimientos migratorios conforman cualquier cultura.
Cuando llegaste a los Estados Unidos también tuviste que adaptarte, aunque seas europea y blanca.
¡Claro, las migraciones ocurren entre todo tipo de sociedades y colectivos! Piensa en los italo-americanos, en los polaco-americanos, o en los irlandeses-americanos… A nivel personal, conocí Catalunya más a fondo en Nueva York a través de esos amigos artistas. Es interesante observar como, al mismo tiempo que nos imbuimos del nuevo entorno, nos agrupamos con los de nuestra cultura cuando nos encontramos lejos de ella.
¿No crees que tu historia, en cierta medida, es parecida a las historias de los que ahora llegan aquí?
Quizás sí. No lo había pensado. Pero como he dicho, todos somos fruto de los desplazamientos, dolorosos o placenteros, de largo o corto recorrido.
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