El esperado cuarto largometraje de Alice Rohrwacher llega por fin a salas el 19 de abril, después de rular durante casi un año por festivales de todo el mundo, desde su estreno en la 76ª edición de Cannes, donde estuvo nominado a la Palma de Oro por Mejor Película. La directora escribe un cine para el futuro, forjando con los códigos de su consagrado realismo mágico un relato sobre el expolio del pasado. Un viaje al anhelo de lo imposible, al vacío de un amor. Un regreso a casa fruto de una huida. Una búsqueda del tesoro perdido que toma lugar por los recovecos del tiempo.
El traqueteo del tren despierta a Arthur de su propia quimera. Recién salido de la cárcel y todavía persiguiendo el rastro de su difunta amada, Beniamina, el joven arqueólogo inglés, interpretado por Josh O’Connor (God’s Own Country, The Crown), retorna a la campiña algo ebrio y malherido, reencontrándose con una banda de Tombarolis, de la que decide asumir el liderazgo. Poniendo su suerte de don, el de localizar bajo tierra metales y reliquias etruscas, al servicio de los saqueadores de tumbas. 
Ladrones de resquicios de vidas pasadas, gente del lugar sin mucho que perder, que hurgaron sepulcros, vestigios y criptas en la clandestinidad de la noche con el afán de dejar atrás la ley del patrón y su propia marginalidad. Peones dispuestos a cruzar el mito de los vivos para oficiarse en el comercio oculto de estas piezas de antigüedad, codiciadas por aristócratas rurales e ilustres movidos por el capricho del poder. 
A la ecuación narrativa de esta jácara coral, orquestada con actores no profesionales, se adhiere otro reencuentro significativo: el de Arthur con su antigua profesora de canto, Flora, personaje encarnado por una indolente Isabella Rossellini, cuyo dolor pretende negar mismamente la muerte de Beniamina, su hija. Aislada del mundo, tras los muros de una mansión que atestigua tanto desencanto como ausencia, Flora convive con un umbral de incredulidad que tan solo el personaje de Arthur consigue traspasar.
Así inicia un festín poético que indaga en el devenir de la evolución sociopolítica del territorio rural italiano tan arraigado a su propia tradición. Un cuento de ricos y pobres ambientado en los años ochenta que recobra el legado de una cultura popular concreta; una fábula política que honra a una genealogía determinada de personajes desterrados, explotados, perseguidos y comúnmente olvidados, que inquieren de algún modo su lugar en la Historia.
Rodando plano a plano con alquimia, certeza y en tres soportes diferentes (super 16mm, 16mm y 35mm), La Chimera reitera la proeza fílmica, rica en matices y reminiscencias, del bello imaginario cinematográfico de Alice Rohrwacher, quien cómo des de su primer largometraje, Corpo Celeste (2011), vuelve a contar con Hélène Luvart a cargo de la fotografía. Cosechando conjuntamente desde entonces una antología de planos que constelan un universo estilístico único.
Imágenes que suscitan ideas envueltas de deseo, misterio y trascendencia, repletas de personajes que son mirados con ternura y que sin ser a penas conscientes viajan en una misma dirección: con la misma epifanía que las parvadas de la canción de Battiato, que suena durante los créditos finales; como pájaros que descifran trayectorias imperceptibles y códigos de geometría existencial.